Hoy por hoy, me siento orgullosa decir ante el asombro de algunas personas que soy de Chapala, que nací en el Tepehua y me críe en el San Miguel. Por eso presumo mi precioso lago, el más grande de la República Mexicana.
Por: Berónica Palacios Rojas
Regresé a romper el encanto que tienen las cosas barnizadas de pretérito. Consideré refrescarme en el lago donde tendí maternales dolores para subir el cerro y santificar el viacrucis de infancia.
Hoy por segunda ocasión, aspiré la humedad y hediondez de la laguna. Sentí el lirio entre mis brazos y el agradecimiento del lago en el ir y venir de sus olas. Supe por mí misma que en el lago habitan camarones, popochas, cucarachas y culebras. Cuando te sientes parte de este espejo nacarado, lo haces con amor, con ímpetu, sin miramientos.
Hace veinte años sólo me importaba el deporte y trabajar para mi hijo. Una vez después de correr por la arena, me senté a contemplar el lago, y me dije: “Tanto lirio y yo aquí de floja”. Entonces, arremangué el pantalón, me quité los tenis y empecé a sacar lirio ante el asombro de los asiduos deportistas que merodeaban el lugar. A los quince minutos, apareció un hombre que por causalidad del destino llegó ayudar en el desalojo del lirio. Él empezó a sacarme plática motivándome para retomar los estudios, buscar a don Eraclio, pedirle ayuda para asistir a la prepa, que en ese entonces estaba incorporada a la UdG.
Ese día, entre lirio y hediondez, conocí a un Javier Raygoza, amistad clave en la superación de mi vida. Él fue como el hado padrino que no tuve. Y así, a contracorriente nadé varios años, con dos hijos, a cuestas, y una carrera donde muchos maestros de la universidad —en mi condición de mujer— decían que era imposible terminar. Hoy por hoy, me siento orgullosa decir ante el asombro de algunas personas que soy de Chapala, que nací en el Tepehua y me críe en el San Miguel. Por eso presumo mi precioso lago, el más grande de la República Mexicana.
Crecí indómita entre los recuerdos de la abuela que todas las mañanas hacía burritos de sal y muchigüe. Agrandaba la masa custodiada de una ronda de niños que se peleaban por la siguiente tortilla infladita, mientras que a las niñas nos dejaba un pedazo de masa en el metate. La abuela con palmas armonizaba el trajín de la Calle Segunda del Cerrito. Nunca pensé que aprendiera tanto del salmón, pues en contracorriente me llevó alcanzar mi sueño: dar clases en la prepa de Chapala, ser humano antes que cualquier profesión y hacer todo con amor.
Hoy recapitulo la humedad insistente, las palabras de un ángel convertido en hombre —Javier Raygoza—, quien me guío dándome el consejo clave en mi vida, el cual agradezco desde el corazón. También quiero agradecer a cada una de las personas que siempre me dieron la mano para levantarme y seguir avante: a la Guayaba y a su familia, a la señora Adela Díaz, a Irma Ramírez, a Alicia Sandoval, a Nancy Cárdenas, a mi tía Raquel, a la familia Mendoza Huerta y a todos los que creyeron en mi grito de batalla. ¡México, sí se puede! Gracias.
Foto: D. Arturo Ortega.
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