Leyenda de Chapala
Corría el año de 1510 cuando el jefe de Poncitlán, llamado Chapalac, tuvo diferencias con el cacique natural de los coca, lo cual originó que emigrara hacia otro lugar. El grupo tribal Chapalac llegó a un poblado con sus guerreros y familias, y como hojas secas del tiempo otoñal, gobernaron el poblado adjudicándole el nombre del jefe, tan temido como respetado, “Chapalac”. Desde entonces, “Chapalac” significa lugar de chapulines sobre el agua, o, en lengua indígena coca, “Chapantl, que significa lugar empapado.
El guerrero Chapalac entró a estas fértiles tierras y generosas con pie derecho. Pero esa buena suerte no duró mucho, ya que su primer descendiente fue una mujer. Ella sufrió desde el instante mismo que arribó a la vida, y aún más con las maldiciones que su padre pronunciaba cuando veía su raro semblante. La madre de esa niña excepcional murió en manos de Chapalac, quien ocultaba muy bien su instinto diabólico y perverso.
La niña estuvo escondida desde que nació entre las cuatro paredes del jacal. Nunca contemplaba las abejas con traje de terciopelo, los pajarillos libadores, las hacendosas hormigas y la yerba silvestre que crecía a las orillas del espejo nacarado, ni podía comer moras ni agüilotes del campo. Nunca cruzaba palabra con nadie, no sabía hablar. Sumida en soledad creció y se hizo mujer.
Chapalac era perverso como el mismo demonio. Uno de sus mejores hombres, Tezontli, ultrajó y embarazó a la ya adolescente y fea hija del jefe, y éste reía al escuchar lo ocurrido.
Esa mujer de sentimiento noble y de insoportable presencia para el gran jefe no conoció el odio, hasta mucho tiempo después. El sentimiento de la semilla que implantara Tezontli se hizo eterno. Viéndola Chapalac, su padre, en ese estado se doblegó un poco, dejándola salir a lavar a la laguna, después de que las demás mujeres regresaran.
El día del alumbramiento fue inolvidable para ella. Estaba en la laguna cuando la tarde asfixiaba el término de la jornada. Ese día, por suerte o por fatalidad, entre masa de agua, piedras de lavadero y lirio, se escuchó un chillido agudo. Cuando tuvo a la criatura en sus brazos, un grito de angustia y terror hirió al horizonte, seguido de unos sollozos lastimeros. Observó a la criatura descubriendo una leonada melena, algunos dientes, pelusas en su tierna faz y ojos vivaces. Ella abrazaba a la niña cara de bestia, soltaba el llanto y la risa al mismo tiempo, pues intuía el destino de esa inocente con apariencia monstruosa.
Pero nadie entendía nada. La rara mujer ocultaba su criatura muy bien. Cuando salía por comida o a lavar, siempre le gritaban en su lengua natural: “Malos espíritus, agárrenla fuerte, muy fuerte, no la suelten”.
Al ver tanta injusticia, huyó con su hija en una canoa de carrizos hacia la isla conocida hoy como la Isla de los alacranes.
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Vivió muchos años el jefe Chapalac, padre de la mujer de rostro feo y cuerpo de ninfa. Los indígenas del poblado contaban la historia de dos mujeres, una joven y una más vieja, ambas con caras maravillosamente feas. Se decía que en cualquier sitio y a la misma hora se veían vagando por la orilla de la isla.
Decían que todas las noches espantaban a los indios pescadores que pasaban cerca de la isla, además si algún valiente intentaba sorprenderlas, terminaban en las entrañas de esas mujeres-bestias.
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Después, sólo quedó el vaho de un recuerdo. Los indios del poblado Chapalac, con cierto respeto y temor, hicieron una escultura de gran belleza artística, que reflejaba la cara de un león con el cuerpo de mujer, en honor al sufrimiento de esas mujeres horribles. El costo de esa obra era invaluable, pues atraía a “los malos espíritus”, y, así, ya no se esparcían por el poblado.
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La escultura estuvo aproximadamente hasta finales del siglo XVIII, custodiando la calle principal de la ya ahora ciudad de Chapala, Jalisco. Quizá permaneció allí por temor y respeto, o bien, para no dispersar “los malos espíritus”.
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