Una historia de Berónica Palacios Rojas
Pasado el tiempo de la desgracia del jefe Chapalac con su hija, la comunidad había sepultado esa historia. Chapalac se casó varias veces con la intención de engendrar un varón, fallando en cada ocasión. Después de muchos intentos, los dioses le cumplieron su deseo, y lo llamó igual que él.
Al llegar a la cuarta generación, uno de sus bisnietos heredó el parecido físico y un corazón de guerrero para conseguir sus triunfos. Era el mejor en todo, cazador y nadador, por eso le pusieron el mismo nombre como su bisabuelo, Chapalac. Creció sabiéndose el protegido de su padre, el más viejo.
El joven Chapalac estaba en la flor de su edad, tan osado y valeroso, como déspota y engreído, igual que murmurador y maldiciente. Todas las tardes, después de ayudar a su padre en la labor, se iba a nadar y admirar en la laguna a los patos, gaviotas y garzas que jugaban con sus delgadas patas en la alfombra de lirio. No se cansaba de admirar la belleza imponente de ese espejo nacarado.
En el poblado, las tribus eran gobernadas por guerreros valiosos. Ellos, con gran espíritu, cumplían con las labores más pesadas. Tenían la obligación de pescar más que los otros, cultivar más terreno que nadie y en ocasiones proteger y cuidar a las serpientes de agua o de tierra, además de recibirlas con bien, ya que si las espantaban, era señal de mal agüero. Cuando alguien mataba a una serpiente, las buenas cosechas se evaporaban y la pesca disminuía. Para que no sucediera eso, ofrecían ofrendas en la isla del lago como utensilios de barro, ollitas, puntas de flecha, figurillas, jícaras con masa y sangre de venado, además de un poco de sangre de su propio cuerpo. Y se escuchaba las melancólicas notas del caracol.
Si el guerrero era elegido por alguno de sus dioses, se le daba a conocer al brujo de la tribu. Y cuando el elegido se dada cuenta de la decisión de los dioses, era sometido a una prueba final. Chapalac fue el elegido y tenía que agradar a la luna durante dos noches, quemando copal, danzando y cantando himnos al dios que lo había elegido. Ya pardeando la tarde, Chapalac se dirigió a la prueba final. Se quedó idiotizado contemplando aquella escultura enigmática y polvorienta que custodiaba la calle principal del poblado. De esta manera se llevó prendida en el pensamiento aquella fantástica imagen.
El destino estaba marcado para el gran jefe, ya que su bisnieto Chapalac quedó enamorado de esa fiereza que la escultura reflejaba. Así era su alma que veía claramente en esa cosa inerte.
Dicen que las miradas matan desde el primer instante, pero creo que la venganza vino desde el más allá. Pues el gran bisnieto de Chapalac, el elegido para dirigir a su tribu, en lo profundo de sus ojos dejó un pedazo de noche y su imagen de belleza y fealdad que recordaba, en cada nota del caracol, en cada cántico y en cada reverencia que hacía la luna.
No se desprendió por ningún momento de la escultura de la mujer con cara de león y cuerpo de ninfa. Hasta que por fin, pasada la media noche, vio con gran asombro acercarse por la orilla a una mujer de vestido blanco y holgado, de cabellos largos, semblante raro y con un gran parecido a la escultura que se encuentra en la calle principal. Chapalac le habló y la invitó a adorar juntos a la luna. Ella, callada y taciturna, se dejó guiar. Dejó en el piso un tambache que traía cargando y, de pronto, ya estaban danzando al ritmo de viento y de las imprescindibles olas. No hubo momento de descanso. Cuando el paisaje empezaba a tornarse más oscuro y los ambientes estaban a flor de fuego, ella desapareció en un parpadeo.
Al día siguiente, él tenía que seguir agradando a la luna para ser el hombre guía de su pueblo, continuar con la tradición que por generaciones les había pertenecido pero que nunca se les había otorgado. En esa hora, cuando los cerros terminaron de comerse al sol y se tornó más azul el cielo, había contemplado el atardecer más bello de su vida. Resignado, encaminó sus pasos en busca de su amada. Llegó al lugar destinado a terminar con su enmienda. Quería volverla a ver y sentir entre sus dedos sus cabellos y aliento húmedos, y sus piernas firmes como rocas, también húmedas, sin importarle su rara belleza que se asemejaba bastante con a la escultura de la cual se enamoró.
Empezó el ritual poniendo copal en los cuatro puntos cardinales y danzando. Se quitó su calzado para entrar a la laguna. Quería tocar el caracol con el agua a la cintura, para alejar a los espíritus. La luna estaba más redonda y plena que nunca. El olor a humedad invadió la atmósfera. Pero a la misma hora como había sucedido el día anterior, apareció ella con su vestido blanco y ese afrodisíaco olor a humedad. Ella llegó hasta donde él se encontraba. Acarició la desnudez de sus brazos, rozó sus mejillas con su húmedo aliento y lo tomó de la mano en dirección a la laguna. Él no se resistió a su profunda humedad. La siguió sin temor, ya que era un gran nadador.
Ella lo dirigió caminado entre piedras, olas y lirios. El lago era un enigma tranquilo en su superficie y traidor en sus entrañas, pero el lugar sagrado para ella les llegó a las rodillas, a los muslos, a la cintura, mientras sus cómplices miradas se fundían en una, y el líquido dulce del lago se volvía cada vez más espeso. El agua iba en ascenso. Llegó al pecho y se detuvo a la altura de la boca. Chapalac reaccionó demasiado tarde. Ella besó sus labios y ambos desaparecieron en el fondo de la laguna con las corrientes encontradas.
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