En la opinión de Eduardo Ramos Cordero
Muchos católicos llevados por el fanatismo creen que el acercamiento a Dios y finalmente a la salvación eterna consiste o se alcanza asistiendo a misa, confesándose, comulgando, rezando, cumpliendo mandos, procesiones, rosarios, novenas, etc.
Todos estos actos son buenos sin duda alguna, puesto que son las reglas establecidas por la Iglesia para la liturgia y su ceremonia o forman parte de esa hermosa expresión de la fe surgida en la piedad popular o tradiciones: El día de la Cruz, Altar de Dolores, rezo del Viacrucis, el santo patrón de cada pueblo o de cada barrio, etc.
Todos son importantes y debemos acudir a celebrarlas porque nos dan cohesión, crecemos en nuestra espiritualidad, encontramos paz, reposo, al convivir y compartir todos unidos nuestro agradecimiento y alabanza al Creador y al mismo tiempo cumplimos con nuestros deberes e identidad religiosa. Debemos vivirlas como hermanos.
Pero todo esto no basta si falta el amor al prójimo, sobre todo al que sufre, al necesitado. Sin este sentido de caridad, nuestra alabanza queda en mera ritualidad exterior, en un ceremonial vacío, sentimental y hasta egoísta. No en balde Cristo, parafraseando una cita del Antiguo Testamento, nos dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”,Mt 15,18 y 55. Dicho de otra manera, tal vez más clara: “¿Por qué me invocan ‘Señor, Señor’, y no hacen lo que digo?” Lc. 6,46.
Luego de forma tajante el mismo Cristo nos advierte: “No basta decirme ‘¡Señor, Señor!’ para entrar en el Reino de Dios; no, hay que poner por obra la voluntad de mi Padre del Cielo” Mt. 7,21.
Y, ¿cuál es la voluntad del Padre? Que amemos continuamente al prójimo, amigo o enemigo. Así como Dios hace salir el sol para buenos y malos.
Precisamente a es envió a su Hijo, para que nos comunicara con su vida y ejemplo una nueva manera de vivir felices en comunidad aquí, en la Tierra, y continuar siéndolo eternamente allá en donde está Dios. ¡Amándonos! Este debería ser el sentido principal de todo cristiano, católico o no católico; porque todos cojeamos de la misma pata.
“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros; igual que yo los he amado, ámense también entre ustedes. En esto conocerán que son discípulos míos: en que se tienen amor unos a otros”, Jn 13,34-35.
Éste es el testamento de Cristo inaugurado y revelado por su vida y su muerte. Y muerte de Cruz. No hay vuelta de hoja. No hay alabanza más grande y perfecta, que podamos consagrarle a Dios como criaturas, que el amo a los demás, porque Dios es amor.
Dos ejemplos donde se mezclan perfectamente la credulidad y el fanatismo son los siguientes:
En una ocasión, una señora cuarentona de las que sirven y prácticamente viven en el templo, olvidando sus deberes con su familia, me decía con dulce voz:
—Oyes, Lalo, yo pensaba que los sacerdotes no iban al baño, y menos los obispos y los Papas.
Me quedé sacado de onda y pensé “¿Qué le pasa a esta señora?”, con razón estamos como estamos… Sólo atiné a contestarle:
—¡Cómo! Oye, fulana, ellos también tienen sus necesidades fisiológicas; también tienen sus vejigas. Las monjas, los decanos, canónigos, monseñores, cardenales, es igual, son seres tan humanos como tú y yo. ¿Cómo es que piensas así?
Sumamente enojada me maltrató y finalmente me dijo:
—Ay, tú estás igual que Manuel España. Son unos blasfemos, Dios los va a castigar. De los sacerdotes no se habla.
Rápidamente dio media vuelta y se metió al Templo, seguramente a pedir por mi amigo y por mí.
Yo me pregunté: ¿Cómo se daría cuenta esta santa señora que los sacerdotes también van al baño…? Qué suerte que no vio otras cosas, porque es capaz que le da el soponcio.
En otras circunstancias, platicando con un señor de la alta sociedad de Guadalajara, le mostraba mi desacuerdo hacia el cardenal anterior. Este señor, muy culto por cierto, defendía apasionadamente al mencionado cardenal con cara de soberbia, enojo y autosuficiencia.
—Disculpe, señor, pero no comparto su opinión —le dije—. No puedo aplaudir a un alto prelado de mi religión que no sólo no vive a Cristo a quien predica y al que dicen representa, sino que se entrega a banquetes de comida cara y a jugar al golf con la alta aristocracia y los políticos del Estado, y descuida al rebaño que Cristo le encomendó. Ésta debería ser su prioridad.
El señor elegantemente vestido me respondió:
—El cardenal es un príncipe de la Iglesia. Lo merece todo, claro está, en atención a su investidura cardenalicia, a su purpurado, pobrecito. Todo lo que es le viene de arriba. No peques de blasfemo ni seas irreverente. ¡Ámalo! Los sacerdotes y toda la jerarquía eclesiástica son intocables, no se debe hablar de ellos.
—No sé si lo amo —le respondí—. Como todos, me esfuerzo en amar a la humanidad y a la naturaleza, porque todo es obra de Dios. Lo que no amo son sus actos, ese ejemplo mortal que transmiten con su doble moral, que no sé si así mismo les venga de “arriba”: hablar una cosa en el púlpito y hacer lo contrario en la vida diaria. Esa amoralidad, ¿no es una blasfemia, una irreverencia hacia Dios? Pues está dañando a la Iglesia de la que es un servidor. O es que, ¿a su incongruencia purpurea también hay que darle un galardón? Además de “pobrecito”, no le veo absolutamente nada. Qué lejos están de Cristo y de los fieles. Respecto a que no debemos hablar de ellos porque son intocables, que cómodo es decirlo cuando les conviene que lo creamos así. En cambio, hablar de cualquier otro ser humano, incluso quitarles la honra, no nos genera culpa alguna, tan sólo porque no tienen la investidura sacerdotal. Pero con todo respeto, señor, yo no soy de la misma opinión. Yo creo que no se debería hablar de nadie, porque para Dios todos somos iguales. La investidura no hace digna a la persona, es la persona la que debe hacerse digna de esa investidura. Cualquiera que sea. ¿Cuántos católicos hay que son más dignos a los ojos de Dios que muchos de sus dirigentes religiosos? Muchos. Y también muchos sacerdotes hay que llevan dignamente su compromiso. No se puede generalizar.
El señor me dijo, muy molesto:
—Ya me habían dicho que este pueblo es muy difícil. Pobrecitos sacerdotes, no se puede razonar con ustedes.
Luego el señor, que tendría más o menos unos setenta y tantos años, se metió por la puerta lateral a escuchar misa, misa oficiada por cardenal. En la parte norte del curato quedó flotando el aroma de su perfume caro y exquisito.
Ahora que han pasado algunos años, ¿qué pensará este señor del mensaje que pronunciara el Papa Francisco en su vista a México? Aquél en el que dijo “La Iglesia no necesita príncipes. La Iglesia debe volver a ser una Iglesia pobre”.
Casi, casi estoy seguro que para este señor con el que polemicé, el Papa Francisco es “un blasfemo irreverente”.
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