Por: María del Refugio Reynozo Medina
Los tamales son toda una tradición.
Martín Reyes cavó la tierra un día previo, para lograr el hueco que albergara los tamales en la última noche del año. Desde pequeño, veía cómo los pobladores se reunían alrededor del gran horno en pleno suelo, para sepultar los tamales y dejarlos dormir toda la noche al calor de las piedras ardientes. Por eso se llaman tamales de piedra.
Estamos en el último día del año del 2020. Allá, al fondo de su terreno, trabajó ayer durante seis horas removiendo la tierra hasta lograr un hoyo de metro y medio de profundidad y lo mismo de diámetro. De una redondez perfecta, con sus lisas paredes marcadas por la barra, mientras la tierra húmeda descansa al lado en forma de montaña.
La mujer de Martín ha convertido este solar en un enorme jardín; a la entrada, hay unas macetas con flores de colores y en medio una gran enramada de jazmines con una enredadera de campanillas de un morado encendido, que invitan a colocarse debajo.
En un extremo hay una maceta rebosante de malvas de un rojo profundo como la granada, unos lirios de los que se ven en cuaresma, rayados con rojo y blanco, se asoman en el centro. La guía de un chayote se sostiene de un cerco de alambre y cuelgan de sus ramas los frutos de verde brillante. Un vástago que ya presume sus pencas colmadas de plátanos está colocado al lado del pozo recién cavado.
A las tres de la tarde se enciende el fuego, Martín coloca un montón de pasto seco en el fondo, recuerda que antes era un zacate especial, le llamaban zacate de casa, porque era el que se colocaba en los techos de las casas y lo iban a buscar a “El llano”; ahora usan el que crece ahí en el terreno y de un cerillazo comienza la llamarada que será alimentada por leña durante unas cuatro horas; para ello fueron necesarios dos viajes de leña en una camioneta, también es necesaria la solidaridad comunitaria: a veces hay muchos ayudantes, a veces pocos, a veces nadie; una mujer le ofreció llevar unos refrescos para los colaboradores, pero esta ocasión Martín cavó solo. Después vino la ayuda: Jesús Alonso trajo leña. El costo de una camionada de leña es de trescientos pesos, cuando es un pozo más grande se lleva hasta tres cargas, pero aquí es la suma de voluntades sin cobro, sin otra paga que la de compartir la conversación alrededor del fuego y el fruto de todo el trabajo; Javier, Ramón y otros hombres se unieron a la tarea.
Así, el pequeño hoyo comienza a arder devorando insaciablemente con su enorme boca los gruesos troncos que una vez fueron árboles, hasta convertirlos en brazas ardientes. Las paredes de la hoguera lucen negras, como si tuvieran años a la intemperie.
Cerca de las siete de la tarde los hombres comienzan a acercar viajes de piedras con una carretilla: las rocas han sido cuidadosamente seleccionadas, son casi del mismo tamaño y porosas, porque si son lisas se resquebrajan y revientan.
Así, en ese proceso de espera y observación comienza a llegar más gente: Juan lleva una extensión para conectar unos focos una vez que se haga de noche, mientras en los hogares de las mujeres que han sido invitadas por el encargado del horno y los ayudantes, preparan la masa de maíz colorado, a la que solo le agregan sal y frijoles oscuros, cocidos enteros, amasada con el caldo de los mismos frijoles para finalmente vestirlos con la hoja de maíz.
Cerca de las ocho llegan las primeras mujeres, algunas acompañadas por niños, traen cubetas, ollas y cazuelas llenas de las ensartas de tamales. Se instalan bajo la enramada de las flores moradas y ríen. Llegan más mujeres conversando, son unas treinta. Una pequeña, acompañada de su madre, carga un muñeco envuelto en una cobija de rayas y observa con atención.
Al final nos hemos congregado cerca de cincuenta personas, la mayoría mujeres acompañadas de sus niños.
La turba humana se aproxima al pozo, una mujer grita:
—Las calabazas van primero, pero con eso de que ya los hombres no siembran, no hay.
Pasan de las ocho de la noche, el frío aprieta y entumece las manos, las rocas porosas colocadas hace cinco horas aparecen como brasas ardientes, una encima de la otra, en medio de la oscuridad. La luna nos observa rojiza, redonda, en medio del cielo azul marino. Allá afuera se escucha el ladrido de los perros, la música de una camioneta que pasa dejando la polvareda y truenos de los fuegos artificiales que los muchachos compran en las tienditas.
Las mujeres esperan, observan. Nadie quiere colocar sus tamales primero, solo cuando aparecen unas calabazas redondas con sus cuellos alargados. Los hombres cubren con hojas de vástagos la extensión del pozo, colocan una malla de metal y sobre ella las calabazas. En seguida, las mujeres se animan y comienzan a dejar caer las ristras de tamales, una sobre otra, de manera atropellada, buscando el mejor sitio. Los niños observan cada movimiento, las sartas tienen señales: un destapador, una abollada ollita de aluminio —cualquier cosa sirve de distintivo— un jarrito de barro, una taza, un exprimidor, un alambre, algo que permita identificar al día siguiente lo que es de su propiedad.
Se ha formado una montaña de tamales que pasarán la noche uno sobre el otro sepultados sobre las piedras ardientes. Los cubren con una enorme lona y comienzan a taparlos con la tierra. Colocan chiles en el horno y una cruz con dos ramas secas de árbol. Las mujeres comienzan a retirarse, en fila, una detrás de otra, con sus baldes vacíos.
Martín es el guardián y en medio de la noche dio unas vueltas para vigilar el horno.
Faltan unos minutos para las ocho de la mañana del primer día de 2021, ya empiezan a llegar las mujeres en-rebozadas, envueltas con abrigos y con baldes en el brazo. La puerta está cerrada, comienzan a congregarse afuera y conversan, tiritan de frío, pero se escuchan sus carcajadas. Adentro Martín ya está platicando con dos hombres al pie del horno con las palas en las manos. La montaña de tierra se siente tibia y despide humo.
Minutos después abren la puerta y entran las mujeres y los niños como en procesión, con algarabía, para recoger el fruto de todo el trabajo del día anterior y toda una noche de espera. Se colocan alrededor de la montaña y los hombres comienzan a retirar la tierra. Las miradas ansiosas se encuentran, se topan con las palas hundiéndose en la tierra, buscan el mejor lugar, se apoyan en una pierna, en otra, se colocan como soldados en posición a discreción.
Finalmente aparecen los tamales sudados, los hombres comienzan a tomar las ensartas como enormes rosarios que cuelgan de sus manos y cada una reconoce su señal, pues todos son muy parecidos, bien ceñidos con una cintura marcada por el mecate y unidos de los extremos. Colocan sus tinas y dejan caer las tiras humeantes.
Algunos le comparten al casero, una mujer extiende la mano y le ofrece a otra:
—Para que pruebes los míos.
Otra desprende un tamal, le quita la hoja y da su primer bocado del año a la tibia bola de masa salpicada de los granos oscuros.
Mientras eso sucede, el pozo se queda vacío, con las piedras en las entrañas aún calientes. Se vuelve a cubrir solo con unas ramas, porque muchas veces lo vuelven a encender el seis de enero y para esos días aún conserva el calor. A veces queda medianamente cubierto y se vuelve a descubrir al año siguiente y en ocasiones se cubre por completo y se vuelve a cavar en otro sitio.
Quién sabe cuándo comenzó esta costumbre de enterrar los tamales entre las piedras, dicen que este alimento antiguamente se lo llevaban los hombres cuando iban a trabajar al cerro y podía conservarse en perfecto estado durante toda la temporada. Lo cierto es que quienes se congregan en la “horneada” se cubren del aroma de la leña quemada que se les queda en la ropa, en el cabello, en la piel y hasta en el paladar, cuando dan el primer mordisco a esa bola rosada de masa que llena la boca de humo hasta hacerla entumecer.
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