Crónica de un arrebato
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
La última vez que tuve una sensación de una daga en el vientre fue cuando me dijo la pediatra que había que hospitalizar a Sebastián de emergencia, mi hijo tenía nueve meses.
Hoy vuelve esa impresión, es algo que se encaja en lo más profundo de las entrañas. Arriba de las sienes se instala un dolor como de explosión que me recorre todo el rostro. La saliva ha desaparecido de mi boca y llego por vez primera a este lugar a donde no se permiten acompañantes. Recorro las sillas y los sillones de la sala de espera de un color verde pálido desgastado.
Hay otras mujeres; son cuatro, esparcidas en todos los asientos, con rostros de preocupación. Abrazan sus carpetas con papeles y cambian de posición; bostezan y asoman su mirada hacia la puerta de ingreso, hasta que la espera es apagada por las voces que dicen sus nombres.
Llegué aquí alrededor del medio día para contarles mi dolor, ese dolor de las entrañas que no lo cura un médico. Vine sin una certeza y con una pregunta.
¿En dónde están?
Natalia tiene 10 años, Sebastián 9. A Natalia le gusta cenar tacos con mucha salsa, tostadas con queso y también hamburguesas y pizza –tranquila mamá, es buena la chatarra de vez en cuando-, me dice mientras se limpia la salsa que le escurre entre los dedos. También le gustan los tacos rositas que mi madre le prepara, con una receta de la abuela hecha de salsa de jitomate y jocoque con abundante queso. A veces quiere ser ella la cocinera. –Yo quiero ser chef y cantante-, me ha dicho repetidas veces.
A Sebastián le gustan las minipizzas que inventamos una vez que la lluvia torrencial no nos permitió comprar pizzas originales. También le gusta la sopa de verduras y el consomé de pollo; y peinarse muy bien al salir de casa. Dice que será médico y que se va a casar a los 30 años para poderme cuidar cuando yo esté vieja. Le gusta armar rompecabezas. A mí me gusta verlos cada mañana, abrazarlos y besarlos por lo menos veinte veces al día.
Hoy no sé dónde están; estoy en esta sala de espera que antecede a una declaración.
Jesús vino a pasar vacaciones con los chicos, eso dijo y se los llevó con él por más de diez días.
-El viernes regresan- fue nuestro acuerdo.
Esa mañana del primer viernes de agosto, al teléfono le pregunté:
-¿A qué hora me llevas a los niños o paso por ellos?-
-Ellos ya no van a llegar nunca- me dijo esbozando una sonrisa burlona que imaginé detrás del celular.
-¿Por qué te los llevaste? ¿A dónde? ¿Por qué no me dijiste?
-No tengo por qué pedirte permiso, me los traje a Estados Unidos- agregó.
Y le siguieron más afirmaciones que no cabían en mi entendimiento.
-Ellos están muy a gusto aquí, conmigo, si no pregúntales-
Pude sentir la gran satisfacción que le provocaba al padre de mis hijos escuchar mi voz quebrantada y la respiración agitada cuando me decía que nunca los iba a volver a ver.
Sus ambiguas contestaciones no responden a mi angustia.
-Quiero escucharlos- pedí. Pero los deseos quedaron ahogados en la risa mordaz que se escuchaba a través del teléfono.
Fui a casa de su madre para encontrarme las mismas respuestas. No la encontré; en la sala estaba esa mujer Silvia, que seguramente los vio y los ayudó a partir.
-¿Dónde están mis hijos?, ¿Cuándo se fueron?
-No me acuerdo- me dijo mirándome como se mira un bicho extraño. -Aquí nadie se tiene que meter- sentenció.
– No solo yo, toda mi familia lo hará- le dije y me fui.
Salí de esa casa igual con las mismas preguntas, envuelta en un torbellino y con esa daga en medio de las entrañas.
Aquí sigo en la sala de espera con sillones verdes desgastados. El tiempo transcurre lento, se escuchan las voces de los denunciantes y de los agentes. Las mujeres entaconadas van de una oficina a otra llevando carpetas y más carpetas, los teléfonos timbran y los rayos del sol se cuelan por las ventanas hasta desaparecer.
Algunas personas se han ido, llegaron otras y los cristales de las ventanas ahora están recubiertos por el oscuro manto de la noche.
En medio de los pasillos y elevadores solitarios, se escuchan de vez en cuando los apurados pasos de los agentes del ministerio que están de guardia. Las impresoras siguen expulsando hojas que llevan nombres, declaraciones, narraciones de hechos, crímenes.
El día se apagó, a la solitaria sala le acompaña también el incesante sonido de las engrapadoras, que aprisionan esperanzas.
Esto apenas comienza.
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