De aguas negras y espejismos
La calle Allende en San Cristóbal Zapotitlán, por la que corren las aguas pestilentes desde hace casi un mes. Foto: María del Refugio Reynozo.
Por María del Refugio Reynozo Medina.
La calle Allende, al oriente de San Cristóbal Zapotitlán, huele a inmundicia. En uno de sus registros de drenaje brota permanentemente un cúmulo de agua turbia y pestilente desde hace casi un mes.
Los vecinos han realizado reportes al Ayuntamiento de Jocotepec y hasta el domingo 26 de febrero, las aguas residuales siguen buscando un cauce.
El derrame permanente de las aguas negras del drenaje convierte las calles en ríos putrefactos. Foto: María del Refugio Reynozo.
Cruzan una de las calles principales de la población, la calle Ramón Corona y avanzan sobre la misma Allende, hasta desembocar a las orillas del pintoresco Lago de Chapala.
Ahí se diluye, en el espejo que a veces luce azul, en todos sus matices. Algunas especies de peces aún sobreviven, y las diversas aves con su perfecta blancura hacen contraste con las orillas del charco, que de cerca es gris.
El río permanente de aguas negras despide un aroma fétido que aumenta al medio día con la exposición a los rayos del sol, según los vecinos, ya comienzan a aparecer los primeros síntomas de enfermedades gastrointestinales, dolores de cabeza y molestias de garganta, producto de la exposición permanente a los desechos.
Los niños del barrio ya no pueden pasar el tiempo en la calle y si lo hacen, pagan la consecuencia de pensar en su inocencia que pueden jugar a los barquitos de papel, o a las canicas, que en algún momento dado se llevarán a la boca.
Las aguas negras convierten las calles en fangos de difícil acceso para caminar. Foto: María del Refugio Reynozo.
A dos calles de donde desemboca el río pestilente, por la calle Morelos, se levanta una construcción, cuyas varillas se elevan hacia el cielo en una promesa de ser una obra digna de la civilización. “Con vista al lago”, “ Informes y ventas”, dice un rótulo grabado en un remolque estacionado.
A unos diez metros del visionario proyecto, está un registro de drenaje, ahí también las aguas putrefactas se desbordan, convirtiendo su alrededor en un estanque maloliente. Sobre la tapa hay un trozo de una canoa, haciendo funciones desconocidas. En el borde de la tapa, basura y envases de plástico completan la postal. Muy cerca de la orilla reposa un grupo de pelícanos blancos, que majestuosos, contrastan con el canal que ha formado el derrame permanente de porquería.
“Hace cien años”, me dijo una anciana, “se podía beber de estas aguas. Principalmente las mujeres se metían en las orillas, llevando sus cántaros para abastecer de agua potable sus hogares”.
A distancia de esos cien años, ahora solo algunos se bañan en sus aguas, y otros no, porque sufren infecciones de la piel luego de sumergirse.
¿Qué pasará dentro de otros cien años?
Mientras tanto, el malecón se convierte en un espejismo, en una alternativa turística que proyecta palmeras, aguas azules y la visita de exóticas aves migratorias que aún no pierden la esperanza.
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