El artista plástico Antonio López Vega.
Toño lleva consigo nítidos recuerdos de su infancia de su pueblo natal Ajijic, desde que tenía dos años de edad.
María del Refugio Reynozo Medina.- Unos peces plateados, un sayaco con su larga barba, decenas de rostros indígenas en una procesión, coloridas casas con sus rojos tejados y la enorme piedra rayada; son solo algunos elementos que conforman Corazón de Ajijic, así se llama la obra en la que Antonio López Vega está trabajando por encargo de las autoridades y el comité de Pueblo Mágico de Ajijic. Es la figura de un corazón envuelta de múltiples matices de azul, elaborada de fibra de vidrio con una altura de 1.60 cm y 1.80 cm de ancho, proyectada para instalarse en un espacio público.
Toño es originario de Ajijic y lleva consigo nítidos recuerdos de su infancia desde que tenía dos años de edad. Fue testigo de la construcción de la carretera, de la llegada de la electricidad, recuerda que los mayores no se acostumbraban y apagaban la luz en las noches. Entonces, la luna aparecía reluciente rodeada de un cielo estrellado en medio de la oscuridad.
Tenía ocho años cuando lo mandaban a la leña al monte, se iba de madrugada o de noche. Recuerda que había una piedra labrada con dibujos, era como del tamaño de un coche. Ahí al claro de la luna se trepaba en ella; recostado miraba el cielo estrellado y mientras sus ojos se fundían en la redonda blancura de la luna, con sus dedos recorría cada uno de los relieves que conformaban el mosaico de piedra. Era como leer braille, podía imaginar con el trayecto de sus dedos los espirales y las líneas. No solo cuando iba por la leña; la piedra rayada, también de día era uno de sus sitios favoritos para ir a jugar.
Era también por las noches cuando se encaminaba a la orilla del lago para ayudar a los pescadores y ganarse algo. Los pescadores; recuerda, eran unos hombres morenos y recios, traían su botella de tequila blanco terciada en la panza, en la oscuridad sacaban las redes que llegaban a ser tan largas como una cuadra y poco más. Toño era un niño que podía permanecer hasta dos o tres horas en la contemplación.
Las mujeres acudían con sus ollas a comprar el pescado. Había carpas, bagres, mojarras, pintas, truchas, anguilas, guachinangos, cocochas, cangrejos y charales. Un platillo común era el caldo michi que llevaba carpa, bagre, trucha y cangrejo; aderezado con cilantro, chile verde y ramas de ciruelo tiernas. Recuerda que había algunos pescadores que tomaban los cangrejos y se los llevaban a la boca, se escuchaba el crujir entre sus dientes y seguían vendiendo.
-¿Cuánto está?
Preguntaban, y así al verlos por el tamaño, los pescadores les ponían precio.
Las diminutas escamas de los charales se les pegaban en las manos a los fornidos hombres, Toño las pensaba como guantes de plata sobre sus manos renegridas.
Al final de la faena los ayudantes recibían como pago su porción de pescado.
-Yo pensaba que ayudaba, pero a lo mejor solo les estorbaba-
Y contento regresaba a llevar lo conseguido a su madre.
Con algunos niños que también iban, aprendió a hacer unas ensartas de pescado. Una noche volvía con una de ellas en las manos, algunos bagres aún daban coletazos; en eso un auto se detuvo a su paso y bajó de él una mujer regordeta.
-¿Niño, cuánto quieres por el pescado?
-No los vendo señora.
Toño quería llevarle la carga a su madre y por 45 centavos la mujer lo convenció.
¿De dónde sacaste el dinero?
Fue la pregunta de su madre.
Otra de las cosas que le gustaba hacer, era trepar a los árboles sobre todo en la temporada de mangos y de guayabas. Brincaba de un árbol a otro comiendo los frutos, competía con los pájaros, mientras se balanceaba encaramado en la flexible rama que bajaba y subía al compás del aire. Alguna vez se llegó a caer. Nunca sintió miedo, no sabía lo que era eso; al contrario, le gustaba el peligro y las aguas del Lago de Chapala eran para él, el mejor lugar.
En el muelle había un enorme mezquite, hasta ahí se subía para aventarse clavados al agua, en una ocasión ante la presencia de otros niños se subió a lo más alto del árbol para demostrarles su valor, justo ahí le dieron unos calambres y no podía moverse. Tampoco quería bajarse para no quedar como cobarde, tenía que brincar sin matarse.
Se concentró e imaginó que debía brincar más allá del horizonte, colocó su mirada lejana y se lanzó. Todos los chicos gritaron. Cuando estaba completamente sumergido en el agua abrió los ojos y vio verde. Cuando salió a la superficie para su sorpresa todos estaban platicando como si nada, no lo esperaban atentos ni sorprendidos.
Bueno, pero salvé mi vida. Pensó y siguió jugando.
Desde pequeño Antonio estuvo rodeado de creadores, su padre fue músico, tocaba la trompeta y su madre tenía dotes para el dibujo. Fueron once hermanos y muchos de ellos desarrollaron el talento para pintar.
Al lado de su casa había unos artistas pintores, uno de ellos le preguntó:
¿Quieres trabajar?
Él siempre gustó de llevar sustento a casa y sin preguntar en qué exactamente dijo que sí.
Solo le dijeron que se mantuviera inmóvil sosteniendo un carrizo con las manos, con un trapo en la cabeza y el dorso descubierto. Sin saberlo fue el modelo de aquella pintura.
También fue acólito en el Templo de San Andrés, vestido con su túnica blanca daba las campanadas para la misa; era una campana muy grande, sabía exactamente los golpes que debían darse. Fue la primera vez que cambió los huaraches por unos zapatos negros que el padre le compró. Los quince minutos entre cada llamada, le parecían eternos y buscaba que hacer mientras llegaba la siguiente campanada. Se reclinaba en el muro y observaba las cúpulas, las imaginaba como un seno de mujer. Miraba desde lo alto el piso y lo pensaba como un tapete enorme de ajedrez. Aventaba escupitajos desde lo alto tan solo para escuchar el eco.
Le ayudaba a vestir al padre, preparaba las hostias y el vino. Ahí aprendió latín porque las misas eran en ese idioma y el sacerdote de frente al altar y de espalda a los feligreses.
Encendía los incensarios con copal y carbón, los sacudía fuerte. Recuerda que una vez un niño golpeó con el incensario a una viejita en la cabeza, la anciana se levantó y siguió caminando.
En ese tiempo llamaban a la misa a las cinco de la mañana.
A Toño le tocaba sostener el cirial, era un bastón de metal con la vela en el extremo superior para iluminar a los fieles que iban a comulgar. A veces lo vencía el sueño; con la cera que había en el piso, el bastón de bronce se balanceaba y Toño lo regresaba a su sitio, una ocasión adormilado lo regresó a casi nada del piso, el padre solo lo miró.
En tiempos de cuaresma no se usaban las campanas, era una matraca de madera.
Recuerda las alabanzas cantadas en su mayoría por viejitos, le parecían muy tiernos se encariñaba con ellos porque lo hacían con el alma.
Santo Santo Gloria al Espíritu Santo, Dios de los ejércitos del universo.
-Me gustaba la parte cuando decían universo, me iba por el pasillo central porque abrían tanto la boca que me asomaba y se les podían contar los dientes y las muelas, uno no tenía ninguno, otro unos tres-
Su padre fue adorador nocturno, en ese grupo había un hombre que le decían el matraco porque sus botas sonaban como matracas al pisar, en la adoración nocturna, ponía un ladrillo debajo de su petate como almohada y dormía un poco mientras le tocaba el turno, entonces Toño y sus amigos le escondían sus botas en el árbol de mango. Cuando pasaban con la campanita a despertarlo, el matraco buscaba sus botas inútilmente.
Los adoradores comenzaban haciendo oración dos horas hincados en silencio, cuando se retiraban lo hacían caminando hacia atrás sin dar la espalda al altar. Había niños, a ellos les llamaban Tarsicios. En las ceremonias llevaban una bandera blanca y una de México. Un distintivo rojo con blanco y una medalla.
La vida cotidiana de aquel niño, lo llevaba a distintos escenarios, en la época de la navidad iba a buscar heno y musgo para el nacimiento, durante el carnaval caminaba las calles en donde hacían su aparición los sayacos, con sus máscaras de madera, unas figuras burlonas y rebeldes, que lo mismo podían poner confeti a una muchacha guapa, robar fruta, dar dulces a los niños o vestirse como mujeres sexis y provocativas.
En el mes de septiembre se hacían los globos de papel, ahora ya es un festival, pero antes los hacían en las casas y en familia los echaban a volar.
Tenía seis años cuando acompañó algunas veces a sus hermanos a ensayar las pastorelas a la casa de doña Lencha, ahí repasaban los textos los pastores. Doña Lencha, era una mujer llena de arrugas en la cara, los diálogos de la pastorela estaban escritos a mano en un grueso libro iluminado por un aparato de petróleo. Todos tenían los ojos puestos en el rostro rugoso de la mujer, dibujado fielmente por la linterna en medio de la penumbra. Ella recitaba en voz alta para que los aprendieran.
El vestuario de su hermano era una blusa y pantalón de chermes rosa con lentejuelas de colores y un sombrero con flores.
Los bastones estaban decorados con listones, lunas, campanas y soles de oropel. Cantaban y golpeaban el bastón en el piso al compás de las alabanzas (De los muertos o de los angelitos).
Los que cantaban a la muerte, a los angelitos y a Dios les llamaban alabanceros, otros eran llamados concheros y paganos; ellos tocaban, cantaban y bailaban.
A veces los pobladores dormían arrullados por los cánticos que se escuchaban a lo lejos en alguna casa vecina en medio de la noche.
Toño comenzó sus primeras pinceladas en el taller de Neill James, la mujer extranjera que en los años 50 con sus propios medios promovió en Ajijic la instrucción de los niños en las artes. A los 16 años Antonio López se fue a San Miguel de Allende al Instituto Allende con una beca, ahí estudió la Licenciatura en Artes Plásticas, para volver después a su natal Ajijic y ofrecer talleres gratuitos de pintura a los niños desde el proyecto artístico en La Cochera Cultural. Ahí, junto con un grupo de artistas comparten sus talentos y organizan al menos tres eventos culturales al año. Una influencia muy importante para este pintor fue su madre Rosario y su abuela Lina, ella, su abuela le contó la historia de la reina Xóchitl Michicihuali, esa noche comió tlacuache (lo supo hasta que terminó de cenar) con un café con leche y tortillas hechas a mano.
Según la leyenda, Michicihualli era una reina de piel de terciopelo dorado descendiente del tlatoani Cazcalotzin del poderío de Coaxalan. Recolectaba flores y sumergida en un ojo de agua escuchó una gota de agua que caía de una peñita; sonaba xic xic. Encantada por el sonido dijo, aquí se llamará Axixik lugar donde brota el agua. Desde entonces se convirtió en mujer pez, sirena o espíritu del agua y desde ahí protege al lago de monstruos venideros.
Antonio López Vega, lleva consigo esas historias, es un pintor en el que habitan sayacos, noches de luna plateada, pinceladas aguamarinas, pescadores; cánticos y alabanzas con las que muchos pobladores arrullaban sus sueños hace más de sesenta años.
© 2016. Todos los derechos reservados. Semanario de la Ribera de Chapala