Por Maria del Refugio Reynozo Medina
A más de dos semanas de la conmemoración de la Independencia en nuestro país, se llevan a cabo en San Cristóbal Zapotitlán las Fiestas Patrias.
Los certámenes de belleza se han realizado desde el año 1990; en ese año con el liderazgo de José Luis Gómez Ortega quien pensó que las reinas no tenían que ser definidas únicamente con la cantidad de dinero que podían reunir en una caja.
A partir de entonces, se realizó un certamen en donde las señoritas participantes habían de portar atuendos especiales y pronunciar un discurso en voz alta ante un público. El discurso y la presentación eran evaluados por un jurado especializado en moda, estilismo e incluso cualquier profesionista como maestros o médicos. Ellos determinaban quién portará la corona como representante de las Fiestas Patrias del pueblo. Son ya 32 años de distancia, y ahora los concursos de belleza se han convertido en un espacio representativo de las fiestas tradicionales de este lugar.
Esta conversación con las participantes del Certamen Señorita San Cristóbal edición 2022, es una invitación a la charla sobre lo que representa formar parte tan de cerca en estas fiestas.
Para Itzel, la invitación representa una oportunidad de convivir con sus compañeras, fue para ella un verdadero halago recibir la invitación, y considera que cuando las jóvenes tienen la oportunidad de participar en ello, lo hagan. No como un reto de triunfar, sino como una oportunidad de disfrutar desde otro espacio de las fiestas tradicionales.
Una de sus aficiones más importantes es el gusto por salir de fiesta con sus familiares y amigos; está orgullosa de su cultura y tradición, además de la gente que vive en su pueblo.
Para Alejandra, el hecho de ser una de las candidatas a Señorita San Cristóbal, es una experiencia que le brinda seguridad, y una oportunidad que le da seguridad para expresarse en voz alta ante un público.
Le gusta cocinar, salir con amigos y se siente orgullosa de trabajar en el campo, para aportar con su esfuerzo al desarrollo de la economía. Para ella lo que importa ahora es enfocarse en disfrutar el camino; ese recorrido por los eventos de las fiestas tradicionales. Al principio estaba nerviosa por la nueva experiencia y ahora se siente emocionada. Para ella, esta participación representa una de sus memorias importantes. Con gratitud hacia su familia, a los organizadores, está feliz de vivir esta experiencia. Para esta joven, que sueña con estudiar algún día gastronomía, su pueblo representa un lugar de gente bonita y trabajadora.
Para Sharit, el ser una de las candidatas significa una gran experiencia para su formación y seguridad en sí misma. Está orgullosa de las tradiciones de su pueblo y se siente emocionada por sumar a una de esas tradiciones de este pueblo que es pintoresco. Es estudiante de Terapia Física y Rehabilitación; una de las cosas que le gustan es ayudar a las personas, cultivar sus amistades y convivir con su familia. Le gusta el contacto con los animales y cuidar de ellos.
Para ella, participar en este certamen es una oportunidad para lograr más seguridad en sí misma, al expresarse. Expresa su gratitud a sus padres, a su familia, a su asesor; estas celebraciones tradicionales son cultura, que genera convivencia armónica porque participan familias completas.
El simple hecho de participar en estas celebraciones tradicionales la hace sentirse orgullosa de su pueblo.
A ella, le gustaría que como participantes de un evento especial, las candidatas pudieran colaborar en proyectos de beneficio social en favor de su comunidad.
Josefa Chora Bizarro, con casi 92 años de edad, desde niña creció viendo la imagen. Foto: María Reynozo.
Por Maria del Refugio Reynozo Medina.
Cercana a cumplir 92 años, la señora Josefa Chora Bizarro, espera apacible en una silla de madera. Vestida con un suéter blanco sobre una blusa de pálido rosa, está sentada frente al nicho que guarda la imagen de San Miguel Arcángel. Vive con su hijo y su nuera que le prodigan cuidados, luego de que pasó una juventud como muchas mujeres de su época. Lavando con agua de los pozos, torteando, cosiendo y planchando con planchas de hierro.
Josefa recuerda todo, recuerda su infancia, a su maestra de primaria Josefina Urzúa con quien aprendió a leer; y no solo eso, las asignaturas como historia y geografía. También los reglazos de madera que la maestra aplicaba a veces como método de disciplina. Tiene en su memoria los personajes del Pípila y Miguel Hidalgo. En la escuela participaba en comedias y bailables.
00En los tiempos de su infancia y juventud, el Lago de Chapala era como un espejo, incluso podían tomar de sus aguas; fue entonces cuando “Nicho, el aguador” era su padrino y recorría las calles vendiendo agua en grandes cántaros casa por casa.
Ahora todo eso pertenece al recuerdo que se ha convertido en historias que cuenta a sus nietos. Tiene veinte nietos y muchos tataranietos, ya perdió la cuenta de cuantos.
Una de las cosas que no solo vive en su recuerdo, es la imagen de San Miguel arcángel que tuvo cerca desde niña. La efigie perteneció a Silverio Chora bisabuelo de Josefa; quien se la heredó a su abuelo Emiliano bizarro, y luego este a su padre Ignacio Chora Delgado. La pequeña escultura de unos treinta centímetros, es de madera de mezquite, originalmente cubierta de una pálida pintura con pigmentos naturales opacos por el paso del tiempo. Hace seis años fue retocada y recubierta por colores rojo, verde y azul brillante.
El 29 de septiembre es la fiesta de San Miguel; Josefa recuerda el júbilo con el que le celebraban sus padres y sus abuelos; le hacían un altar con sábanas y las mujeres se reunían para preparar el atole de cascarilla que molían en el metate. Los enormes cazos, despedían el humo perfumado de cacao tostado.
Doña Josefa dice que los santos se quedan donde quieren estar. Recuerda que en una ocasión, un hermano de su padre le quitó a San Miguel, cargo con el santo en un burro y se fue para Teocuitatlán.
-Si te quieres ir, pues vete-, dijo su madre mientras veía la imagen de madera.
A los pocos días, su tío buscó a su papá y le dijo, -Tráete una canasta para que te lleves a San Miguel-.
Cada año, San Miguel es festejado. Desde la víspera del 28 de septiembre, lo van a velar. La familia ofrece pan y café para los asistentes y para honrarlo, una misa con coro, además de procesión acompañada de danza, música y banda de guerra.
Ya no hay atole de cascarilla, pero sí los fieles feligreses que se reúnen en torno a una imagen de al menos trescientos años de antigüedad resguardada por el barrio de Nextipac.
Con el símbolo de la balanza en una mano; el príncipe de la milicia celestial, cuyo nombre significa ¿Quién como dios? se erige sobre un globo terráqueo desde donde empuña su espada en medio de su apacible mirada para hacer temblar al mismísimo demonio.
Pedro Rey originario de Chapala, ha colocado la música de mariachi en un lugar de honor. Foto: María Reynozo.
Por María del Refugio Reynozo Medina.- La música lo envolvió desde su nacimiento. Originario de Chapala, Jalisco, hijo y nieto de músicos; Pedro Rey no solo tuvo una infancia rodeada de instrumentos y notas musicales, sino que llegó al mundo acompañado de una poderosa voz.
Tenía unos ocho años cuando ya formaba parte de la banda «Niños Héroes», que impulsó el señor cura Raúl Navarro, con un maestro traído de Poncitlán. Desde entonces aprendió que ser un gran músico demandaba responsabilidad y disciplina.
El grupo estaba conformado por unos cien niños; tenían ensayos todos los días, y también salidas a tocar a otros pueblos de los alrededores, en los que a veces se quedaban por varios días, cuando se celebraban las fiestas patronales.
Además recibían un sueldo por ello y el padre les compraba uniformes. A los trece años, Pedro salió de Chapala y se fue a Mexicali, dónde comenzó a tocar en un mariachi y cuando tenía quince años, se casó.
Vivió 50 años en Estados Unidos, ahí emprendió el proyecto de un restaurante llamado “El Rey” en Montebello, un lugar de buena comida y música mexicana, que tuvo su auge desde el año de 1976 hasta el 2000.
Ahí Pedro Rey con su mariachi Los galleros, llevó la música folclórica al escenario dando 4 shows al día durante seis días a la semana.
Llegaron a tener 15 trajes, todos confeccionados en Tijuana. En su estancia por ese país, Pedro Rey fue buscado por un productor y llegó a grabar seis discos y un par de películas, al lado de David Reynoso y Noé Murayama.
El nombre de Pedro Rey ocupó un lugar en la cartelera del Million Dollar Theater de Los Ángeles, uno de los primeros palacios de cine en Estados Unidos y el primer teatro de Broadway con espectáculos en español.
Este músico dominó el saxofón, la trompeta, la tarola y heredó al mundo 16 hijos, todos con talento musical. Uno de ellos, Danny Rey, director del mariachi Los galleros de Danny Rey, al igual que su padre sabe que al buen músico lo hace la disciplina. Ensaya tres días a la semana por tres horas.
Danny Rey dirige desde hace quince años el mariachi que fundó su padre desde 1968. Con talento para ejecutar principalmente el violín y una poderosa voz, Danny Rey también ha recorrido todo México y otros países del mundo como China y Estados Unidos. Recuerda que desde niño, también se vio envuelto en la música.
-Yo aún no sabía que era el amor o el desamor, pero lloraba-
Las estremecedoras notas tocaban las emociones del cantante descendiente de Pedro Rey, que sabe que con disciplina, la música lo puede dar todo.
Pedro Rey volvió a su natal Chapala, en las paredes de su casa, cuelgan las portadas de los discos que grabó, las fotos de los ayeres con Vicente Fernández, Angélica María y los personajes del mundo de la música y del espectáculo con los que coincidió.
Una fotografía en los Estudios Universales, de Los Ángeles que también cuelga de la pared anuncia: los cuatro pilares de la música: Pedro Rey, Nati Cano, José Martínez y José Hernández.
-Nadie es profeta en su tierra-, me dice mientras observa las fotografías de los recuerdos y reconocimientos que armonizan su sala de estar, la mayoría procedentes del extranjero.
En una ocasión, Pedro Rey buscó en el Ayuntamiento algún interés por la música, ofreció su tiempo para dar clases, a cambio de un espacio para brindar orientación musical a los jóvenes, pero no hubo respuesta de la autoridad.
La escuela de mariachi en Ajijic, recién fundada lleva el nombre de Pedro Rey. Y ello es de los pocos reconocimientos que hay en su lugar natal por su trayectoria. El próximo enero, tiene agendado un taller de mariachi en Perú y hace unos meses grabó “Mi tristeza”.
A sus más de ochenta años, Pedro Rey, desde la silenciosa calle de cuatro milpas, en la discreta casa de muro de piedra, sigue enseñando a quienes lo buscan; da clases de trompeta, violín y vihuela a dos agrupaciones de mariachi y a algunos alumnos particulares.
Vive de difundir la música del mariachi y colocarla en un lugar de honor.
-Hay que tenerle respeto al traje-, me dice con su porte recio de artista.
El Salvador, traído por Policarpo Herrera a principios del siglo pasado. Foto: María del Refugio Reynozo.
Por Maria del Refugio Reynozo Medina
La primera vez que entró a ese lugar, hace 14 años, sus pasos la llevaron con curiosidad al pequeño rincón donde aguardaba una escultura del crucificado.
Ahí estaba manirroto, con las entrañas huecas y el cuerpo totalmente cubierto por el polvo.
La corona ocre desgastada con cuarteaduras y el rostro totalmente en ruinas, a causa de unos veinte años a la intemperie. Una pátina verdosa recubría las piernas y llevaba prendidas en el cendal las figuras de milagros.
Hasta antes de encontrarse con ese Cristo, Alma Delia Flores estaba renuente a vivir en esa casa.
-Sí, me quedo- pensó.
Luego de quedar maravillada ante el crucificado; y a cambio de la petición a su esposo de restaurar el Cristo, Alma se quedó a vivir en ese lugar.
El Salvador es uno de los siete cristos más antiguos, que según historiadores y restauradores prevalecen en Jocotepec. Fue Policarpo Herrera Armenta, quien lo trajo consigo cuando llegó a Jocotepec por el año de 1922, procedente de Jalostotitlán con su pequeña hija Juanita Banda Morin, que en ese entonces tenía 4 años.
El Salvador se fue heredando de generación a generación. Juanita Banda lo tenía resguardado en una habitación, así decían antes los niños de la familia, “la pieza donde está el Cristo”. Nadie jugaba ahí porque era el lugar donde estaba celosamente guardado.
Juanita dejó como herencia al Salvador a Mercedes Beatriz González Banda actual dueña de la venerada imagen; su esposo Graciano Villaseñor, le construyó la actual capilla dentro de la casa.
En un pequeño espacio que da a la calle Nicolás Bravo, resguardado por una puerta de barrotes y un cristal especial que lo protege de los rayos del sol; el Cristo ahora restaurado, se muestra a los transeúntes que a su apurado paso se persignan o a los fieles que con veneración lo saludan cada mañana al salir a trabajar o de noche al regresar a casa. A veces le llevan veladoras en medio de la oscuridad de la noche cuando aparece detrás del cristal iluminado por una lámpara, porque dicen, es muy milagroso.
Mientras lo observo, me dice Alma:
-Ya expiró- con los ojos extasiados de amor.
Cuando el hijo de Alma iba a nacer, ella se encontraba en peligro de aborto, fueron días muy difíciles. Le imploraba a El Salvador. Finalmente pudo recibir a su hijo, a quien llamó Salvador en honor al Cristo de la familia, que había regalado tantos milagros.
Cuando tenía casi tres años, el pequeño salvador tuvo que ser intervenido con una cirugía por una severa enfermedad que ponía en riesgo su vida. Luego de la cirugía, hubo complicaciones que lo hacían exclamar de dolor.
-¡No los voy a invitar a mi cumpleaños!-
Les decía inconsolable a los médicos cuando intervenían sus heridas causándole dolor.
La feria de enero en Jocotepec le trae remembranzas a Alma que en medio del júbilo de la fiesta mayor, cuidaba al pequeño convaleciente. El Salvador, que desde el barrio de los Herrera custodia a sus fieles sigue ahí, ahora renovado con su reluciente corona y derrama bendiciones no solo a la familia descendiente de Policarpo Herrera si no a los fieles que recuerdan que por el oriente de la calle Nicolás Bravo en el número 259 del barrio de los Herrera, en el municipio de Jocotepec aguarda El Salvador.
La imagen de San Cayetano pintada en una lámina de metal perteneció a Doña Aurora Olmedo. Ahora se encuentra en una pequeña capilla en el barrio de la Calabaza en Jocotepec. Foto: María Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
¡Te apuesto una caja de veladoras a que no encuentro mis yuntas!
Así se llegaron a dirigir algunos campesinos a la imagen de San Cayetano que está colocada en una pequeña capilla, por el barrio de La calabaza, en Jocotepec. Eso me lo contó don Chico, Francisco Ornelas Ramos, que por once años estuvo a cargo de la imagen que perteneció a Aurora Olmedo Núñez y cuyo origen se desconoce. Dicen los vecinos que tiene al menos un siglo de existencia. La efigie del santo está pintada sobre una lámina de unos cincuenta por treinta centímetros. Muestra al santo con una cruz de fondo y en una expresión apacible, de rostro afilado, que mira a un lado, mientras sostiene las manos entrelazadas sobre su pecho. Prevalece el tono ocre de su vestimenta, sobre la que descansa un collar de cuentas que pareciera un rosario. La imagen está resguardada por una urna de madera y una estructura de herrería asegurada con un par de candados. Porque a los vecinos no solo los protege San Cayetano, sino ellos a la imagen que celosamente vigilan.
La historia de San Cayetano se remonta a Vicenza y Nápoles en Italia, entre el año de 1480 y 1547. Dice una mujer del barrio de La Calabaza que San Cayetano es muy milagroso y que nadie se va sin que le sea cumplida su petición o su apuesta. Porque además a este Santo no se le pide; se le reta apostándole una misa, un ramo de flores, unas veladoras o actos piadosos de servicio al prójimo. Pues Cayetano de Thiene a pesar de haber sido hijo de un conde y provenir de una familia de opulencia, eligió el camino del servicio y amor a los desprotegidos.
Por eso también sus fieles devotos le llaman, el Padre de la providencia.
Los vecinos del barrio no saben por qué comenzaron a pedirle favores de esa manera, tampoco saben de dónde vino esa pintura. Doña Aurora la tenía en su casa, en medio de un nicho. Con el tiempo y tras la muerte de las originales dueñas, que según los vecinos ocurrió hace unos treinta años, la imagen fue trasladada a un cuarto que daba a la calle y abiertas sus puertas para que los vecinos pudieran ir a orar y venerarlo como fue la última voluntad de las propietarias. Una vez ausentes, los vecinos se fueron haciendo cargo de cuidarlo, de abrir y cerrar la pequeña capilla, limpiar el espacio y los floreros. Y además celebrarlo cada 7 de agosto.
La devoción a San Cayetano se ha extendido a otras delegaciones y municipios. Cada día, el pequeño altar en la habitación de unos cuatro por cinco metros, se ve visitado por hombres y mujeres que le llevan ofrendas en gratitud o súplicas convertidas en apuestas.
Hilda Valentín Bobadilla es la actual cuidadora; desde hace un año tomó el cargo con un poco de temor por la gran responsabilidad que representa, sobre todo para organizarle su fiesta. Ahora se siente muy feliz, recuerda que no tenía idea de cómo saldría del compromiso; al final, San Cayetano tuvo misa con mariachi, en las mañanitas se repartieron 300 panes y de forma inesperada llegaron a su domicilio cuatro gruesas de cohetes, que significan 576 estallidos. Hubo tantos, que el Ayuntamiento tuvo que ir a cuestionar porque los estruendos no tenían fin. De niña, Hilda visitaba la casa de Doña Aurora y Toribia, ahí tomó catecismo; también recuerda que unas maestras daban clases y enseñaban a leer a los niños en ese lugar. Era una casa grande con muchas plantas, había una troje porque vendían también leche de vaca. Dice que cuando la gente pasaba a ver al Santo, Doña Aurora luego los invitaba a rezar el rosario especial para San Cayetano.
Humilde San Cayetano, glorioso por excelencia,
una limosna te pido por Jesús.
Providencia. Providencia. Providencia.
Humilde San Cayetano, glorioso por excelencia,
La divina providencia se extiende a cada momento
Para que nunca nos falte casa, vestido y sustento
Y de tu pródiga mano y por tu santa intercesión
Espero hoy me venga por Jesús.
Providencia. Providencia. Providencia.
Luego que una mujer me habló de San Cayetano, muchas voces me decían: ¡es bien milagroso!, es vacilador, dijo una mujer, otra dijo que es bien chistoso porque quiere que le apuestes.
Dicen que un hombre vendedor de productos de plástico no lograba mejorar las ventas y luego de pedirle a San Cayetano providencia, consiguió muchos clientes. “Algunos que están en el norte de ilegales le piden para que no los echen pa fuera”, me dijo un hombre.
Otro que tenía una enfermedad congénita le suplicó por su salud y fue escuchado.
Ahora, este pequeño lugar en cuyo interior caben cuatro bancas, es testigo de las oraciones y de las abatidas voces que imploran providencia. Providencia. Providencia.
Manuel González con el uniforme militar de uso diario (Army). Foto: Zaira Ramírez
Por: Maria del Refugio Reynozo Medina.
Cuando Manuel González llegó a San Cristóbal Zapotitlán, en el Municipio de Jocotepec, Jalisco, lo hizo de la mano de su mamá María Elena Ruvalcaba, cuando tenía un año de edad. Él no lo recuerda, lo sabe ahora por las memorias de su madre, quien lo llevó a la casa de sus abuelos paternos. María Elena había llegado con la idea de que podría vivir ahí resguardada mientras el padre de Manuel trabajaba en los Estados Unidos.
El destino estaba preparado distinto y luego de una estancia breve de poco menos de dos años, María Elena abandonó ese lugar. Con una mano tomó a su pequeño y con la otra la maleta, para avanzar por el camino empedrado que lleva hacia la carretera.
Así, sin dinero y con la ausencia de un padre, cuya existencia se esfumó en el olvido, fueron a refugiarse a casa de los abuelos maternos en Nayarit.
En aquel Estado, la estancia también fue breve. Manuel tenía unos cuatro años cuando emprendió otra vez un nuevo camino, ahora hacia el país que lo vio nacer: Estados Unidos, al que llegó como siempre, de la mano de su madre. Allá en el extranjero, nació su hermana; ahora ya tenía una compañera de juegos.
Entre los vagos recuerdos de esa infancia a sus seis años, Manuel recuerda episodios desoladores, perseguido por la violencia de un padrastro y olvidado por su padre; recuerda a su madre enfrentando y protegiendo a sus hijos, hasta que de alguna manera lograron llegar a un refugio. Era un espacio modesto, pero ofrecía la posibilidad de ser felices y sentirse seguros. Celebraron sus navidades con un arbolito de treinta centímetros, pero con la seguridad de mantenerse lejos de aquel hombre.
Una noche mientras dormían, cuando pensaban que estaban a salvo de la violencia, Manuel fue despertado bruscamente por el estallido del cristal de la ventana. Los vidrios se deslizaban por su cuerpo y en el instante se levantó y jaló a su hermana que dormía a un lado. Era su padrastro, que había logrado localizarlos. Corrieron y encontraron ayuda de los vecinos que luego los pusieron a salvo.
Finalmente pudieron mudarse de ahí y dejar atrás los amargos episodios. Manuel continuó su escuela y ya en la prepa, conoció un programa de labor comunitaria de la Fuerza Militar, ahí fue que tomó la decisión de ser un soldado. Siempre sintió atracción por conocer los países del mundo, pero en ese momento, no sospechó que la misión que estaba eligiendo, lo llevaría a recorrer el planeta.
Recuerda que su primer entrenamiento básico fue en avión, en camino hacia el estado de Kentucky. No sabía ni cómo abrocharse el cinturón, ese era su primer vuelo a los 17 años. Esa ocasión, llegaron de noche a la base; en el entrenamiento, las órdenes venían de unos seis soldados que castigaban con lagartijas los errores y realizaban instrucciones contradictorias que generaban confusión en los aprendices. A Manuel le sudaban las manos y resbalaba. Un compañero de unos 28 años lloró amargamente. Fueron nueve semanas intensas de disciplina que lo fortalecieron, para poder llegar a ser inicialmente, mecánico de autos de la Army.
Su primera base fue en Tennessee; Luisiana fue otra base. En su formación conoció el uso de las armas tipos de rifles. Las tareas eran distintas, buscar pistas, encontrar personas con alto grado de peligrosidad, asegurar vías carreteras y reparar los vehículos utilizados en las misiones.
Manuel estuvo en la guerra de Afganistán en 2002, 2010 y 2011. En una ocasión cuando estaban en medio de las montañas, llegó un hombre con un niño en los brazos. –Me entrego, soy terrorista- les imploró. Sus enemigos habían matado a su mujer y desesperado buscaba poner a salvo al pequeño. Manuel y sus compañeros lo llevaron a un refugio.
Las escenas más dramáticas en las memorias de este joven soldado son de edificios incendiados, gente muerta, cuerpos de niños y adultos calcinados, detrás de un silencio total que aturdía. A veces no sentía nada de tanto sentir; muchas otras, no había tiempo para llorar.
En Tal Afar, Irak, perdió a un amigo y compañero; su esposa estaba embarazada de gemelos; un misil pegó a un helicóptero y derribó además al que iba cerca. De 30 tripulantes quedó un sobreviviente. “Aún recuerdo el sonido de los helicópteros, muy cerca de mí y cómo se iba apagando mientras se alejaban en medio de la noche”.
Aquel helicóptero no llegó a su destino y su compañero John Sullivan pereció ahí, en medio del estallido de su nave. Luego que mencionaron el nombre de su amigo, Manuel no pudo escuchar más. Le vinieron para sus adentros, muchas preguntas sobre su compañero: ¿tendría miedo?, ¿gritaría? ¿Sintió dolor, o acaso lo sorprendió la muerte antes de sentirlo? Cuando conoció a los hijos huérfanos de su camarada Sullivan, no fue capaz de abrazarlos, pensaba que si su padre no había podido sentirlos en un abrazo, él no tenía derecho de hacerlo.
Manuel también sufrió un accidente: durante una estancia en Irak, se volcó el vehículo donde iba, estaba lloviendo y el conductor perdió el control. Sólo recuerda que por la ventana vio venir el piso hacia su rostro y cerró los ojos. Mientras, seguía escuchando el sonido que producían las volteretas hasta que el vehículo se estrelló contra la montaña. Solo sintió un ligero calor en la cara, era sangre.
A sus 39 años, Manuel ha estado en más de 50 países y ha visitado todos los continentes del mundo. Una de las cosas que ha aprendido es que, a pesar de la diversidad de culturas y lenguas, a los seres humanos los hermana el lenguaje universal de la sonrisa. Y no solo la sonrisa, el acto de compartir el pan con el recién llegado.
Con la nostalgia de la misión cumplida y todas sus memorias, este soldado se retira para reunirse con su familia, como recompensa por haber servido a la soberanía de su nación, y con el amor de su madre de quien dice, aprendió todo. “La gran lección de mi madre es no rendirse”.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
La última vez que tuve una sensación de una daga en el vientre fue cuando me dijo la pediatra que había que hospitalizar a Sebastián de emergencia, mi hijo tenía nueve meses.
Hoy vuelve esa impresión, es algo que se encaja en lo más profundo de las entrañas. Arriba de las sienes se instala un dolor como de explosión que me recorre todo el rostro. La saliva ha desaparecido de mi boca y llego por vez primera a este lugar a donde no se permiten acompañantes. Recorro las sillas y los sillones de la sala de espera de un color verde pálido desgastado.
Hay otras mujeres; son cuatro, esparcidas en todos los asientos, con rostros de preocupación. Abrazan sus carpetas con papeles y cambian de posición; bostezan y asoman su mirada hacia la puerta de ingreso, hasta que la espera es apagada por las voces que dicen sus nombres.
Llegué aquí alrededor del medio día para contarles mi dolor, ese dolor de las entrañas que no lo cura un médico. Vine sin una certeza y con una pregunta.
¿En dónde están?
Natalia tiene 10 años, Sebastián 9. A Natalia le gusta cenar tacos con mucha salsa, tostadas con queso y también hamburguesas y pizza –tranquila mamá, es buena la chatarra de vez en cuando-, me dice mientras se limpia la salsa que le escurre entre los dedos. También le gustan los tacos rositas que mi madre le prepara, con una receta de la abuela hecha de salsa de jitomate y jocoque con abundante queso. A veces quiere ser ella la cocinera. –Yo quiero ser chef y cantante-, me ha dicho repetidas veces.
A Sebastián le gustan las minipizzas que inventamos una vez que la lluvia torrencial no nos permitió comprar pizzas originales. También le gusta la sopa de verduras y el consomé de pollo; y peinarse muy bien al salir de casa. Dice que será médico y que se va a casar a los 30 años para poderme cuidar cuando yo esté vieja. Le gusta armar rompecabezas. A mí me gusta verlos cada mañana, abrazarlos y besarlos por lo menos veinte veces al día.
Hoy no sé dónde están; estoy en esta sala de espera que antecede a una declaración.
Jesús vino a pasar vacaciones con los chicos, eso dijo y se los llevó con él por más de diez días.
-El viernes regresan- fue nuestro acuerdo.
Esa mañana del primer viernes de agosto, al teléfono le pregunté:
-¿A qué hora me llevas a los niños o paso por ellos?-
-Ellos ya no van a llegar nunca- me dijo esbozando una sonrisa burlona que imaginé detrás del celular.
-¿Por qué te los llevaste? ¿A dónde? ¿Por qué no me dijiste?
-No tengo por qué pedirte permiso, me los traje a Estados Unidos- agregó.
Y le siguieron más afirmaciones que no cabían en mi entendimiento.
-Ellos están muy a gusto aquí, conmigo, si no pregúntales-
Pude sentir la gran satisfacción que le provocaba al padre de mis hijos escuchar mi voz quebrantada y la respiración agitada cuando me decía que nunca los iba a volver a ver.
Sus ambiguas contestaciones no responden a mi angustia.
-Quiero escucharlos- pedí. Pero los deseos quedaron ahogados en la risa mordaz que se escuchaba a través del teléfono.
Fui a casa de su madre para encontrarme las mismas respuestas. No la encontré; en la sala estaba esa mujer Silvia, que seguramente los vio y los ayudó a partir.
-¿Dónde están mis hijos?, ¿Cuándo se fueron?
-No me acuerdo- me dijo mirándome como se mira un bicho extraño. -Aquí nadie se tiene que meter- sentenció.
– No solo yo, toda mi familia lo hará- le dije y me fui.
Salí de esa casa igual con las mismas preguntas, envuelta en un torbellino y con esa daga en medio de las entrañas.
Aquí sigo en la sala de espera con sillones verdes desgastados. El tiempo transcurre lento, se escuchan las voces de los denunciantes y de los agentes. Las mujeres entaconadas van de una oficina a otra llevando carpetas y más carpetas, los teléfonos timbran y los rayos del sol se cuelan por las ventanas hasta desaparecer.
Algunas personas se han ido, llegaron otras y los cristales de las ventanas ahora están recubiertos por el oscuro manto de la noche.
En medio de los pasillos y elevadores solitarios, se escuchan de vez en cuando los apurados pasos de los agentes del ministerio que están de guardia. Las impresoras siguen expulsando hojas que llevan nombres, declaraciones, narraciones de hechos, crímenes.
El día se apagó, a la solitaria sala le acompaña también el incesante sonido de las engrapadoras, que aprisionan esperanzas.
Esto apenas comienza.
Rogelio Robledo Valencia y Andrea Hernández Saucedo, alumnos de la Escuela Preparatoria Regional de Jocotepec, ganadores del premio mundial de divulgación científica Infomatrix.
Texto y fotos: María del Refugio Reynozo Medina.
Rogelio Robledo Valencia y Andrea Hernández Saucedo, son los dos estudiantes de la Escuela Preparatoria Regional de Jocotepec de la Universidad de Guadalajara, que ganaron la medalla de Oro en la categoría de divulgación científica, en el Infomatrix mundial 2022 de la Sociedad Latinoamericana de Ciencia y Tecnología (SOLACYT).
Rogelio tiene 18 años, es originario de San Pedro Tesistán y quiere ser maestro de primaria; le gusta transmitir sus saberes. Ama las tecnologías y la programación; entre sus lecturas favoritas están las de ciencia ficción. Viaje al centro de la tierra de Julio Verne es uno de sus títulos entrañables.
“Ante la grandeza del universo somos muy pequeños”.
Él al igual que su compañera Andrea, estudia y trabaja para contribuir en los gastos que implican sus estudios y necesidades personales. Los fines de semana disfruta visitando a sus abuelos.
Andrea tiene 17 años, originaria de Jocotepec. Su sueño es ser enfermera porque le gusta ayudar a las personas, y para ella, la enfermería es un camino extraordinario. Le apasiona conocer el funcionamiento del cuerpo humano, los temas de biología, antropología y desde luego, la ciencia.
“La ciencia siempre me ha llamado la atención. Es demasiado para la humanidad. En la vida cotidiana está envuelta la ciencia”, comentó.
De niña tenía un telescopio, recuerda los puntos brillantes y las constelaciones que aparecían a través del cristal, ¡eran maravillosas! Desde la secundaria pertenecía a un Club de Ciencias.
Con el proyecto Determinación de la zona habitable (estrellas, cometas y galaxias), los dos estudiantes representaron a la Preparatoria Jocotepec, y se trajeron, para orgullo de los jocotepequenses, un premio mundial. En el concurso enfrentaron a participantes de muchos países, como Bolivia, Ecuador, China, Rumania y Ucrania.
Esta es la primera vez que este evento se lleva a cabo en México, particularmente en la Universidad Autónoma de Guadalajara. Durante 19 años se había celebrado en Rumania. Al triunfo en este concurso mundial, le antecedieron dos años de preparación y al menos cinco intentos anteriores, así como su victoria en un concurso nacional de Expo Ciencia, en el que ganaron una medalla de plata, la cual les dio la entrada al concurso mundial.
Contaron con el apoyo de Paulino García Ramírez, docente de Física, quien los acompañó y orientó en esta aventura. Él les hacía planteamientos para que ellos investigaran y consultaran en libros de física y astrofísica.
Para presentar el proyecto, Rogelio y Andrea utilizaron una caja rectangular pintada de negro, con cinco focos de colores de un mismo voltaje: rojo, amarillo, blanco, verde y azul, para explicar cómo las estrellas tienen distinta temperatura, la cual se mide por el color. Por ejemplo, las estrellas azules tienen más alta temperatura que las rojas.
La hipótesis principal de su investigación es que, de acuerdo a la determinación de las diversas temperaturas, se puede determinar una zona específica cerca de las estrellas que podría ser habitable por los seres humanos. De ahí la importancia de conocer el universo que nos envuelve.
Para estos jóvenes el cielo ofrece un espacio de fascinación, pues desde tiempos remotos nuestras culturas ancestrales utilizaron sus conocimientos sobre los astros para determinar la vida cotidiana. Lo apasionante es también entender que por cada suceso cotidiano, como la marea que sube y baja, hay una explicación científica.
“La ciencia nos envuelve”, dicen.
Los chicos aún recuerdan aquellos días: fueron el dos, cuatro y cinco de junio de 2022 cuando estuvieron en la ciudad de Guadalajara para presentar su proyecto y presenciar la participación de los demás.
El día de la premiación, el 7 de junio, en el auditorio de la Universidad Autónoma de Guadalajara, había una pantalla gigante sobre la que estaban depositadas todas las miradas. Las medallas iban desapareciendo al ser entregadas a los finalistas y Rogelio y Andrea observaban con tensión. Quedaban cuatro, tres, dos medallas y las posibilidades se reducían. No lo podían creer, cuando la última, la medalla de oro estaba siendo asignada a ellos: los estudiantes de la Preparatoria Regional de Jocotepec.
Sin alguna duda, pero al mismo tiempo con incredulidad, Rogelio y Andrea se pusieron de pie temblorosos, se colocaron un sombrero de Jalisco y abrazaron la bandera de México para subir al estrado a recibir el premio que colocó al municipio de Jocotepec en los reflectores.
Benita Lomelí Hernández platica cómo llegó la imagen de San Antonio de Padua, venerada ahora por toda su familia. Foto: María del Refugio Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Dicen que San Antonio de Padua te ayuda a encontrar lo perdido y recordar lo olvidado. Benita Lomelí Hernández creció envuelta en el fervor hacia la figura de rostro afilado de 15 centímetros de altura, que ha pertenecido a su familia desde antes que ella viniera al mundo.
El origen de esa pequeña escultura se remonta a más de cien años. Fue en la localidad de El Sauz, municipio de Jocotepec. Doña Feliciana Carrillo, abuela de Benita, estaba en el patio tomando el último sol de la tarde, desde donde veía el camino que atravesaba el pueblo. A lo lejos pudo ver la silueta de una mujer que se aproximaba.
Cuando la tuvo cerca, la mujer luego de pronunciar el saludo; sin más, le pidió si le guardaba un paquete que llevaba. Le dijo que se dirigía a San Luis Soyatlán, pero que pronto volvería por el encargo. Doña Feliciana, no pudo ver con claridad el rostro de la mujer, llevaba un rebozo cubriéndose la cabeza y caminaba lento. Cuando salió su hija, le contó sobre lo sucedido. Aunque ya nadie logró ver a la misteriosa señora, ni los hombres que caminaban por la vereda, ni quienes se acercaron a ver el horizonte.
El paquete era pequeño, le cabía en las dos manos y estaba envuelto en gastados retazos de tela manchados por el tiempo.
-Súbelo al tapanco – le pidió a su hija, con el tono de respeto por las cosas ajenas.
Pasaron unos meses y todos se olvidaron del envoltorio, por el que la mujer no regresó.
La vivienda de doña Feliciana era el punto de encuentro para las visitas de personalidades que esporádicamente pasaban por el poblado. Era una casa muy notable porque ya no era de piso de tierra por dentro, tenía empedrado, tejas y un fogón. En una ocasión que llegó un sacerdote en busca de hacer labores de evangelización, doña Feliciana recordó el paquete que aquella mujer le dio a guardar y que nunca se había atrevido a abrir. Con el sacerdote de testigo bajaron el envoltorio.
El párroco iba retirando una a una las capas de tela maltratada hasta descubrir una fina figura.
-Es San Antonio de Padua – les dijo azorado.
-Lo perdido y olvidado volverá cuando se lo imploren-.
Doña Feliciana estaba impresionada, para ella la imagen era ajena.
-Cuídenla, es de ustedes- les pidió el padre. También les pidió celebrarlo cada 13 de junio.
-Esa mujer no volverá- les dijo con seguridad.
Algunos decían que ese personaje que entregó en las manos de Feliciana la ya preciada imagen no era de este mundo.
Nunca apareció, nunca nadie más; además de Feliciana la pudo ver. Su presencia fue un espejismo, pero la fina figura de San Antonio de Padua es real; desde el instante que lo descubrieron entre las piltrafas de tela, la abuela de Benita encargó la imagen a su hijo menor que entonces tenía tres años.
Cuando ese niño de tres años fue mayor de edad y se casó, luego de los tres días de boda, acudieron sus hermanos a hacerle entrega de las yuntas de bueyes, chivas y anegas de maíz.
-Tú sabrás si cuidas tu capital –
Junto con ello entregaron también al padre de Benita la escultura de San Antonio como fue la voluntad de su madre. Así creció Benita, con la veneración al santo profesada por sus padres que custodiaron la imagen llegada de quién sabe dónde.
Esa fe se extendió hacia los vecinos que comenzaron a visitar la casa de Benita para rogar por sus causas pérdidas y luego para llevar veladoras en gratitud por todo lo encontrado.
Benita recuerda una oración pronunciada por su madre:
Antonio, Antonio, en Padua naciste, en Padua te criaste,
a la escuela entraste, tu breviario se te tiró, tú padre se lo encontró.
Antonio, Antonio, lo perdido hallado y lo lejos recordado.
Antonio, Antonio por siempre. AMÉN.
La imagen de San Antonio que ahora custodia Benita está hecha de madera, no se sabe qué manos lo labraron, es de una sola pieza, los rasgos del rostro son finos, en la cintura sobre su hábito franciscano, lleva un cordón ceñido y en los brazos carga un niño de apenas cuatro centímetros de longitud. Ese pequeño niño lo compró su madre quien perdió la cuenta de los niños adquiridos porque el original alguien se lo llevó.
-Otra vez me robaron a mi niño- les decía a las dependientas de la casa de artículos religiosos cuando iba a comprarlo.
-Piensan que les traerá un novio, pero San Antonio no regala novios – decía.
-Los buenos esposos pídanselos al Señor San José-
Cada 13 de junio, en la casa de Benita se encienden las velas y se colocan frescas flores en honor de la pequeña imagen llena de historia que hace llegar lo perdido y recordar lo olvidado. Y los labios de Benita con los de los fieles vecinos invocan al Santo de Padua:
Antonio, Antonio, Antonio…
Adolfo Díaz Rodríguez, aprendió desde niño a conocer el comportamiento de la naturaleza en su trabajo como labrador del campo. Foto: María del Refugio Reynozo Medina.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Adolfo Díaz Rodríguez, es uno de los guardianes de la tierra que aprendió de sus antecesores las bases de la agricultura; en los tiempos donde no existían abonos ni pesticidas. Originario de San Cristóbal Zapotitlán, tiene 75 años y desde los 13, participaba con su padre en las actividades de siembra y cosecha de cada temporal.
Desde pequeño aprendió de su padre el ciclo de las plantas. Recuerda que desde la tercera semana de mayo iniciaban los preparativos para la siembra. Hacían el desmonte, limpiaban el terreno de la maleza; luego seguía la tarea de ahoyar. Con una coa removía la tierra. También participaba en el barbecho, a veces con arado jalado por una yunta de bueyes. Una vez sembrado conocía los cuidados de la planta, la escarda era la principal tarea para proteger al cultivo de la maleza que junto con ella pretendía crecer. Para combatir las plagas como la gallina ciega usaban simplemente cal.
Era durante los meses de diciembre y enero el tiempo de la cosecha. Maíz, sorgo, calabazas y frijol, eran los principales frutos que cada año se recolectaban. No solamente se producía para el consumo familiar; el maíz se vendía en medida, hectolitro, almud, nega, cuartillos. Los recipientes para las medidas consistían en cajas de madera remachada en las uniones con cintas de metal y clavos.
El proceso de la siembra era una actividad en ciclo que daba la vuelta al año, en el que Adolfo aprendió a conocer perfectamente el comportamiento de la naturaleza.
-Ahora ya no se sabe- dice, cuando piensa en lo cambiante del tiempo.
Recuerda que los antiguos leían mucho el calendario Rodríguez de la casa Azpeitia y el Calendario Galván para buscar datos como la entrada del temporal de lluvias, aunque había fechas en las que decían llovía de seguro, como el 13 de junio día de san Antonio y el 24 de junio día de San Juan.
Los hombres y mujeres de antes eran observadores, contemplaban mucho el cielo y cuando era luna nueva decían que iba a llover:
-La luna trae mucha agua porque viene ladeada-
La aparición de los lagartos rayados también anunciaba la lluvia, así como el canto de las cigarras.
El día de Corpus Christi (La fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo) siempre llovía. Adolfo se ríe al recordar una escena cuando era niño. En la plaza se celebraba la procesión del Corpus Christi y se instalan altares alrededor en los que los fieles iban rezando. No recuerda cómo ni porqué, pero en un año, durante esa celebración, llevaban al padre Pedro cargando entre muchos como santo en procesión. La gente cantaba y de pronto el cielo se tornó negro, comenzó el ventarrón y se soltó una lluvia que empañó toda la escena, sólo recuerda la gente corriendo y del padre quién sabe.
En los temporales de lluvia llegaban a suceder estruendosos ventarrones “Es culebra” decían los mayores y llegaba una enorme carga de agua que formaba un torbellino que muchas ocasiones se impactaba en medio de las aguas del lago y a veces con los cerros dejando sus marcas rayadas.
Los hombres antiguos decían que el mes de enero encerraba el destino de todo el año. En el primer día del año estaba encerrado el comportamiento de la naturaleza de todo enero, el día 2 de enero indicaba cómo iba a ser el mes de febrero, el 3 de enero era marzo y así recíprocamente.
-“Se concentraba uno mucho en el tiempo y la naturaleza obedecía”- dice.
La naturaleza también traía con ella oportunidades para el ocio, recuerda el trabuco.
Era un juego principalmente de niños, los muchachos cortaban ramas de tasiste gruesas y luego con un instrumento como clavo o alambre le retiraban el centro para dejar una oquedad. Ahí le metían un par de bolitas de copal (el fruto del copal), con una rama de frutilla o de otra especie silvestre; empujaban las bolitas con fuerza para conseguir el estallido más estruendoso.
También con las hojas de vástago se hacía el papayul que estaba formado por capas de hojas amarradas que formaban como un tamal con un solo extremo amarrado y decorado con plumas de gallina. Se lanzaba al aire por el gusto de verlo descender en movimientos circulares.
Las distintas temporadas del año traían también los frutos silvestres como guamuchiles, mezquites, guásimas, zapotes, aguilotes, verdolagas y los hongos del cazahuate, que les decían orejas.
La naturaleza estaba fielmente programada, los ciclos de la siembra y de la tierra estaban aliados al quehacer de los hombres que resguardaban el campo; y Adolfo es uno de esos hombres.
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