Don Pedro Mendoza Navarro recibió el reconocimiento “Roberto Montenegro”, otorgado por la Secretaría de Cultura de Jalisco por su trayectoria como tejedor de sarapes de lana. Foto: María Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Don Pedro Mendoza Navarro quien desde los ocho años de edad hace sarapes de lana en el municipio de Jocotepec; es uno de los doce artesanos de Jalisco convocados para recibir el reconocimiento “Roberto Montenegro”, por toda una vida de trayectoria como creador de gabanes tejidos en lana. El reconocimiento lo otorga la Secretaría de Cultura del Gobierno del estado, a los hombres y mujeres con mayor experiencia.
El centro cultural Patio de los Ángeles en el barrio de Analco de Guadalajara es el escenario para la entrega; desde antes de las cuatro de la tarde, del viernes 18 de marzo, una docena de artesanos junto con sus familias provenientes de unos diez municipios del estado permanecen sentados a la espera del inicio de la ceremonia.
Predomina la presencia de hombres de pelo cano que están en la primera fila; un hombre de la tercera edad en una silla de ruedas, está constantemente atendido por sus familiares. Le acomodan el sombrero, le hablan al oído, le revisan la boca, los ojos. Uno calza unos claros huaraches de cuero. Dos hombres usan sombrero blanco; uno de ellos lo sostiene en las manos a la espera de que comience la sesión. Mientras, le da vueltas, como el personaje del cuento de Edmundo Valadez (La muerte tiene permiso) que en una junta espera nervioso.
Doña Elena Quezada Cabrales de 89 años de edad, bordadora; es la única mujer homenajeada. También espera sentada al lado del hombre de la silla de ruedas, en silencio.
Son cerca de las cinco de la tarde y los artesanos siguen a la espera de las autoridades que están por llegar.
Don Pedro Mendoza, de 76 años de edad, está muy contento y nervioso también, la espera alarga el nerviosismo porque él es el seleccionado para tomar la palabra una vez que inicie la entrega de los reconocimientos.
-Mañana es dia de San José obrero- Dice muy orgulloso de sentirse igual, un sencillo obrero que hace piezas dignas de mostrarse al mundo.
Uno de sus sarapes está expuesto; es color crema de lana natural con hilos de colores; los brillantes romboides al centro parece que se mueven, las flores celestes y rojas aparecen brillantes, al lado de un cartel con una frase de don Pedro obtenida de una serie de entrevistas realizadas por parte de la dependencia.
“Cuando le enseño a un muchacho a usar el telar, me pongo contento, porque sé que mi conocimiento no morirá cuando yo me vaya”, reza el pequeño rótulo.
Según Rafael Castro Rivera, Jefe de Culturas Populares y Urbanas de la Dependencia estatal de cultura, los artesanos homenajeados, tienen en promedio una edad de 78 y 92 años.
Alrededor de las cinco de la tarde se hicieron presentes, Margarita Alfaro Aranguren, Directora de Fomento Artesanal; Lourdes González Pérez, Secretaria de Cultura de Jalisco y Mario Alberto Limon Carranza, Director de Gestión Integral de Proyectos de la misma dependencia. Ocuparon las sillas colocadas al frente en el presídium. También ahí estuvo don Pedro y doña Elena.
En su discurso, el obrajero jocotepequense expresa su emoción por la posibilidad de transmitir a las nuevas generaciones sus saberes, a través de la Escuela de Telar de Jocotepec, donde enseña a los jóvenes a tejer la lana.
En medio de aplausos y luego de los discursos de los funcionarios, los artesanos reciben el reconocimiento enmarcado en un cuadro de madera que abrazan para la foto.
Los 12 artesanos reconocidos fueron Alejandro Alfaro, Juan Manuel Águila, Pedro Mendoza, Elena Quezada, Flavio García, Luis Zermeño, Carmen Torres, Jesús Flores, Luciano Jacobo, Jorge Soriano, José Hernández y José Ascensión Juárez.
En torno a la reunión y con motivo del Día del Artesano (19 de marzo), la jefatura de la Secretaría de Cultura organiza la exposición de artesanías Hecho con el corazón en la que se exhiben piezas de distintos municipios. Se exponen huaraches y cuchillería de Sayula, objetos de ocochal de Mazamitla, esculturas de cantera rosa procedentes de San Miguel el Alto y objetos de talla de hueso de Teocaltiche.
Los asistentes comienzan a retirarse, algunos toman apurados el agua de horchata que les ofrecen y comen los tacos al vapor que se sirvieron. Otros se los llevan y salen apurados.
Las autoridades siguen participando en el recorrido. Entre todas las piezas; el sarape de don Pedro parece brillar; las flores adquieren movimiento cuando la Secretaria de Cultura, Lourdes González, lo toma entre sus manos en su recorrido final por la exposición. Don Pedro conversa orgulloso de su proceso, le muestra a las autoridades sus manos marcadas por el trabajo de toda una vida en el telar. No solo tiene decenas y decenas de sarapes en su haber, sino decenas más en la lista de espera. Está terminando un sendal para el Señor del Huaje, del que solo cobrará el material, porque reitera, los trabajos para él no se cobran.
Este tejedor de hilos de colores representa hoy al municipio de Jocotepec en un evento de reconocimiento austero donde lo que más resplandece, es ese sarape salpicado de figuras que “parece que se mueven”.
El cantautor Juan José Ramírez Campos es el creador de la canción “Jocotepec, la tierra de Dios”. Foto: María Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Originario de Jocotepec, ajedrecista, maestro, abogado; pero sobre todo cantautor. Su madre le platica que, desde niño, cuando iban de camino a la escuela, Juan José cantaba. ¿Por qué no te callas?, algún día le dijeron. – No puedo- contestó.
Desde que era estudiante de la secundaria, a Juan José Ramírez Campos le gustaba tocar la flauta, luego cuando estudió una Licenciatura en Educación en La Escuela Normal Superior, se sintió muy atraído por la música, entonces compuso su primera canción.
También en la secundaria, fue cuando comenzó a adentrarse en el mundo del ajedrez. Había un grupo de estudiantes que jugaban y él se acercaba a verlos. Pasaron como dos meses de estar observando; un día faltó uno de ellos y le dijeron si quería jugar. Recuerda que jugó contra el más malo y perdió.
-Entonces sí soy muy malo- pensó. Luego se convirtió en reto y con la ayuda de un amigo aprendió. Desde entonces no suelta el ajedrez; ha participado en torneos municipales, estatales y mundiales. En el Tecnológico de Chapala y en el Colegio Jocotepec, imparte clases de ajedrez. Tiene dos diplomados de didáctica en ajedrez certificados por la Secretaría de Educación Pública, y premios internacionales.
Como docente, ha dado clases de filosofía, sociología, economía e historia en el Centro Universitario UTEG.
Juan José Ramírez ha ocupado cargos en la función pública; en el periodo 2015-2018 fue secretario general del Ayuntamiento de Jocotepec. En el periodo 2018-2021 se desempeñó como síndico y presidente interino del mismo.
Tiene 160 canciones registradas ante el Instituto Nacional de Derechos de Autor (INDAUTOR) y veinte años de trayectoria.
“Jocotepec, la tierra de Dios”, es la más reciente, escrita en el año 2020.
Cada delegación del municipio tiene algo hermoso que mostrar, dice.
Para Juanjo como también le llaman sus amigos, el municipio está conformado por una diversidad de colores y en “Jocotepec, la tierra de Dios”, emergen las imágenes de los pueblos que lo conforman.
Las artesanías del municipio, como las que hacen en San Cristóbal Zapotitlán con la hoja del maíz y los sarapes de Jocotepec, son solo algunas de las diversas cosas representativas del municipio ribereño.
La primera agrupación que interpretó su material fue la Banda Esmeralda “Por ti mujer”. En 2019 grabó su álbum “Desde el corazón de mi tierra” con once canciones, nueve de ellas de su autoría. “El Santo Cristo de la Expiración” ha sido grabada por Dina Buendia; y está pendiente la firma con una productora de San Luis Potosí para grabar “Que nos espera”, y “La flor del Edén”.
Los géneros que más canta son huapangos, baladas y rancheras.
Cuando compone, lo hace de experiencias personales o los temas que observa en la sociedad. La canción “La pobreza”, surgió de estar observando a un tragafuego y de ver a un indigente buscar comida de entre la basura.
A veces también le encargan las composiciones, como alguna que le pidió un amigo, -hazme un corrido- y ahí entre sorbos de cerveza salió el corrido.
Juan José, junto con Gilberto Parra Paz y José Vaca Flores, son los personajes del municipio de Jocotepec que se encuentran registrados en la Sociedad de Autores y Compositores de México (SACM).
Juan José también estudió Derecho, porque le interesa ese tema en el área de la función pública.
Ajedrecista, abogado, docente, cantante y compositor; de todas esas facetas la que le es imprescindible es cantar y tocar la guitarra.
-Más que tocar la guitarra, la acaricio- dice.
Lo que más sueña es colocar sus temas para que sean escuchados por más.
Una libreta y una pluma es lo que necesita para cuando le llega la inspiración.
De sus abuelos aprendió el gusto por las voces de Agustín Lara, Armando Manzanero y Martín Urieta.
De ellos también heredó el amor por su tierra.
Jocotepec es la tierra de mis amores, finaliza.
Marcos Cortez Gómez es un gran conversador sobre las memorias que guarda de Jocotepec. Foto: María Reynozo.
María del Refugio Reynozo Medina:
Jocotepec es, para Marcos Cortez Gómez, uno de sus amores. Don Marcos es jocotepense y como tal ha participado en la vida cultural de su terruño. Ama la música, los antiguos retratos del recuerdo, las cámaras fotográficas de las que conserva más de un par. Además de algunas viejas máquinas de escribir.
En su sala, cuelga una copia del juramento realizado al Señor del Monte, a quien guarda un fervor especial, el señor Marcos es miembro de la Guardia de Honor.
Están también los retratos de sus padres y los de él y su esposa Juana de la Torre, quien puso la primera tienda de ropa en Jocotepec en 1965. Tuvieron siete hijos, tienen 15 nietos y 10 bisnietos.
Cerca de cumplir los noventa años, Marcos guarda en su memoria pasajes del Jocotepec de sus tiempos de juventud, y las celebraciones más importantes, una de ellas, el carnaval que no volvió.
-Era una fiesta de lo más hermoso- dice, y sonríe nostálgico.
Los festejos del carnaval iniciaban desde el sábado y terminaban el martes. Todos los días comenzaban con las mañanitas y la banda por las calles. A las once de la mañana era el convite. Ahí aparecían todos los jinetes que iban a participar en los toros, también desfilaban caballos y en medio de ellos unos toros mansos, era la manera de invitar al carnaval. El desfile culminaba en la plaza de toros. Era el toro de once, ahí hacían la prueba de uno de los que iban a torear por la tarde.
Se hacía el recibimiento, ahí daban la bienvenida a los que donaban las corridas. Venían de Zacoalco, Navajas, Ahuisculco, San Pedro y Zapotitán.
En Jocotepec, había una gran banda de música, la banda de Ignacio Zaragoza. Tocaban música clásica y popular. Rodolfo García Ibarra, era un impulsor, aunque él no era músico, su casa funcionaba como un estudio; ahí se reunían y ensayaban. Las noches terminaban con serenata y baile.
En la serenata las mujeres daban vuelta para un sentido y los hombres para otro. Había intercambio de flores o ramitos adornados y perfumados entre muchachas y muchachos. Recuerda que a media ronda, la banda tocaba El Papaqui, y mientras se tocaba la pieza, les rompían cascarones a las muchachas, a las amigas, a la novia, y les lanzaban serpentinas y confeti.
El último día se coronaba a la reina del carnaval. El presidente municipal o el grupo de charros designaban a la afortunada y a sus dos princesas. Todas acompañadas por sus chambelanes. Los toros eran a las cuatro de la tarde. El güero Loza, era uno de los toreros originarios de Jocotepec, a veces venían de fuera y en otras ocasiones, aparecían los espontáneos que en ese momento se aventaban al ruedo y se convertían en toreros, a veces no tan afortunados. Las reinas hacían su entrada a la plaza de toros en una carroza, daban una vuelta por el ruedo y luego se instalaban en su palco de honor que les habían preparado. Ellas premiaban a los participantes en la fiesta taurina, les imponían las bandas que estaban hechas de listones de colores. A don Marcos le llegaron a poner una banda, y luego el gusto era presumirlas con los amigos o las muchachas como un trofeo.
En las corridas de toros no faltaban los payasos con sus chistes. Había uno llamado Candelario que venía de Pueblo Nuevo, otro que le apodaban La rata.
Los payasos tenían una gran habilidad para componer los chistes en el momento, Marcos aún recuerda:
Las muchachas de Jocotepec, son como la flor de otate
Muy buenas para hacer novio, pero malas pal metate.
Cada que había esas corridas, el ruedo era armado con vigas de madera, y luego cuando terminaba volvían a desmontarlo.
Don fulanito de tal es un hombre muy bragado,
Se pasa mirando pierna por debajo del tablado.
Decía otro
Don Francisco Olmedo, era uno de los organizadores que recuerda, Donaciano Olmedo, José Gómez y Francisca Garavito.
Una vez que terminaban las fiestas del Martes de Carnaval y llegando el Miércoles de Ceniza, no se hablaba más de los toros ni de festejos. Se despedían de la alegría.
A Marcos le gusta mucho bailar y cantar, el cantante Jorge Valente era su amigo, a veces compartían comidas y canciones. Se querían como parientes, aunque no lo fueran. El compositor Gilberto Parra era su primo.
Don Marcos es un gran conversador, no solo tiene el gusto de cantar, también compone, en la conversación converge la narración con el canto y eleva la voz para entonar.
Te espero en los camichines, donde pasan los camiones
Para marcharnos muy lejos a unir nuestros corazones.
Te juro que nuestro amor permanecerá por siempre
Anímese chaparrita, verá que no se arrepiente.
Ha escrito tres canciones rancheras que guarda para sí,
sigue recordando y eleva la voz para entonar emocionado:
Esta noche con la luna te canto mis ilusiones,
yo te juro que mi amor es con buenas intenciones.
“Estoy muy agradecido con Dios por haberme dejado nacer aquí y vivir aquí, en la tierra de mis amores”.
Afirma sin concluir, porque don Marcos tiene muchas memorias que no terminaría de contar.
El muro frontal de la vivienda de los hermanos Romero Pérez está ilustrado por sayacos ataviados con sus máscaras, imágenes realizadas por Aarón, uno de los hermanos.
María del Refugio Reynozo Medina
La primera máscara de sayaco que hizo José de Jesús Romero Pérez, fue de un ermitaño hace 15 años; aún la conserva, es de un rostro afilado y está hecha de copal, madera que él mismo trae del cerro. Las oquedades de los ojos y la boca que está ligeramente entreabierta están carcomidas. De un café oscuro, el rostro inmóvil lleva cejas, barba y bigote color paja, de una fibra obtenida de los costales donde viene el café.
Hacer una máscara puede llevarle a José de Jesús unas dos semanas y media, trabajando en las tardes luego de su jornada habitual. Aunque no las realiza con la finalidad de comercializar; las máscaras que son únicas y llevan estampada su firma, pueden venderse hasta en tres mil pesos. Algunas de ellas son coloridas, son las que caracterizan a una mujer, con pestañas de relieve o pintadas y los párpados salpicados de diamantina. Luego de tallarlas con un formón, utiliza pintura vinílica para delinear las cejas, los ojos y los labios que son de un rojo profundo y en los pómulos unas chapitas encendidas.
Las de los sayacos que caracterizan a los hombres son de madera natural, a veces clara o morena con largas barbas, pobladas cejas y bigote hechos de crin de caballo.
Las máscaras creadas por este hombre se van trazando en el instante; las imágenes fluyen, mientras cincela cada rasgo. Detrás de cada trozo de madera que selecciona, hay un rostro que va a surgir inesperadamente. Romero Pérez conoce perfectamente el tipo de madera necesario para diseñar cada rostro. Además del copal, utiliza la tecomaca que es una madera blanda y ligera.
Ha vendido ocho máscaras, los compradores no se las llevan precisamente para utilizarlas en los desfiles sino también como objetos de colección por ser piezas únicas, inspiradas en los sayacos.
Abel, José de Jesús, Gaspar, José, Aarón y Modesto, son los hermanos Romero Pérez que cada año se transforman en sayacos para inaugurar el carnaval principalmente. Aunque hay otras celebraciones a lo largo del año en las que están presentes.
Afuera de su domicilio hay una pintura mural inconclusa trazada por Aarón. La imagen muestra una sayaca bailando envuelta en un vestido amarillo con bordes de listones de colores y botines color café, acompañada de dos sayacos; uno al igual que ella en una postura dancística con un saco café, pantalón de mezclilla y botines. El otro tiene una vestimenta negra con tarugos blancos como botonadura. Todos tienen caras largas, aunque su aparición en los desfiles arranca sonrisas y carcajadas.
El sayaco es un personaje muy antiguo en la vida del pueblo de Ajijic, dice Abel. Antes les llamaban sayacal. Ahora son las sayacas y los sayacos. Es ese personaje burlón que aparece en el carnaval principalmente. Avientan confeti, a veces harina, o con delicadeza la embarran en los cachetes. Una de las principales danzas de los sayacos es el baile del “papaqui” entonado por la música de viento. A veces los invitan a algunas bodas o fiestas de XV años para realizar sus bailes.
Abel recuerda que desde niño observó a los sayacos en las fiestas cotidianas, él y sus hermanos cuando chicos, los seguían y los burlaban entre risas de felicidad y carreras por las calles empedradas.
Aunque el desfile de carnaval está abierto a toda la población y aparece una diversidad de personajes caracterizados; el atuendo tradicional son las máscaras de madera principalmente, o papel maché; así como los sacos, camisas con tarugos, botines, sombreros y llamativos vestidos estampados para quienes se caracterizan de mujer.
Ser sayaco es un orgullo porque es un personaje muy antiguo, y porque aparece para hacer reír a las personas, es burlón y simpático. Los sayacos son principalmente hombres y hay quienes ya están asignados para caracterizarse de mujer, pues para una mujer de verdad es un poco complicado porque en el ambiente de la trifulca puede haber arrempujones y apretones. Así que detrás de cada máscara de recios hombres o pintorescas mujeres chapeteadas están los hermanos Romero Pérez, que aparecen en los desfiles y procesiones para que no muera la legendaria figura de los sayacos y porque dice Abel: “detrás de las máscaras de madera está el niño que llevamos dentro”.
Guadalupe Arias Ibarra es abogado y cronista. Ha escrito tres libros sobre la historia, sucesos y leyendas de Jocotepec. Foto: María del Refugio Reynozo Medina.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
El gusto por escuchar y rescatar las historias locales lo adquirió de su madre que le contaba muchos relatos, que a su vez recuperó de la memoria local.
Guadalupe Arias Ibarra es abogado de profesión, egresado de la Universidad de Guadalajara y contador de historias por vocación; desde joven, comenzó a atesorar en la memoria las historias y paisajes del Jocotepec antiguo, así como los personajes que lo habitaron.
Como cronista municipal (1988), uno de los datos que tiene muy presente es sobre el origen de los dos Cristos de Jocotepec, el Señor del Monte y el Señor del Huaje, cuya existencia se remonta a la mujer de Mateo Lucas, quien veía una luz en el monte, justo donde se encontraba el árbol de cuyo tronco surgieron las imágenes. Esa historia está documentada en el libro: Los dos Cristos de Jocotepec. Origen y evolución de su culto y de sus fiestas. De Francisco Javier Velázquez Fernández y Cristina Alvizo Carranza.
Otra de las circunstancias que lo impulsaron a ir por el camino de la crónica, fue un episodio que atestiguó frente a la pantalla del televisor, cuando por el año de 1974 invitaron al Canal 4 al presidente municipal para que llevara a un cronista que pudiera hablar sobre datos históricos de Jocotepec. Recuerda que la persona que invitaron se limitó a decir lastimosamente acerca de los datos de la fundación.
“Hace mucho tiempo”, el desconocimiento era más que evidente y Guadalupe Arias se propuso ser un conocedor de las memorias y la historia de su pueblo.
En sus primeras indagatorias se dio cuenta que los archivos más completos son los que se encuentran en la parroquia, al ser los menos vandalizados durante los episodios de las guerrillas y rebeliones.
Cuando piensa en los peldaños necesarios para ir por la senda de la crónica; el primero es necesariamente el interés por el rescate de la historia y el amor por el terruño, luego, una aguda observación de la realidad; tomar buenas notas de los hallazgos, para ahondar en el desarrollo del tema y volver a revisar los textos.
El licenciado Guadalupe Arias es autor de: Jocotepec, historia de un pueblo (1988); Jocotepec. Sucesos, leyendas y algo más (2019); 490 Aniversario de la fundación de Jocotepec 1529-2019 (2019); Semblanza de la Escuela Preparatoria Regional de Jocotepec (2013).
Él, fue uno de los docentes fundadores de la Escuela Preparatoria de Jocotepec; durante la administración de la alcaldesa María Guadalupe Urzúa Flores, fue invitado a formar parte del personal docente, ahí ha impartido clases de filosofía, historia y en las áreas sociales y políticas.
Lleva grabados los días de estancia en su misión de enseñar a los bachilleres:
-Llevo 29 años, tres meses, diez días-, dice esbozando una apacible sonrisa.
Otra de sus pasiones es la cacería, que le ha permitido explorar zonas como Zacatecas, Coahuila y Durango. Además el fútbol, que practica desde los diez años. Pertenece a la liga de Súper veteranos de Jocotepec.
Para el abogado Arias, es fundamental como ciudadanos conocer la cultura y las costumbres que dan identidad. “La mejor manera de rescatar la memoria y la historia oral es atrapándola entre las letras”.
Jesús Pérez Núñez es uno de los miembros de la guardia de honor del Señor del Monte y es nieto de Cándido Pérez, personaje que aparece en la pintura de El Juramento de la sacristía de la parroquia de Jocotepec.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
-¡Lo cuidan como si fuera suyo!
Así se expresan algunos feligreses de los miembros de la guardia de honor del Señor del Monte en Jocotepec.
La guardia de honor está conformada por unos 150 varones descendientes de los personajes que firmaron el juramento al Señor del Monte en el año de 1918.
En la guardia de honor hay ocho encabezados:
Jesús Pérez, Francisco Gómez, Armando Garavito, Gilberto García, Octavio Ibarra, Marcos Cortez, Alejandro Pérez y Víctor Olmedo. Cada una de las familias tiene una misión especial.
A los Pérez, les toca cambiarle la corona; a veces pareciera que el patrono se resiste a cierta corona y están a la expectativa “a ver cuál quiere”. Cuando Jesús Pérez era niño, recuerda que la corona del Cristo, la guardaba su padre Mateo Pérez en casa. Creció mirándola, ahí resguardada en un nicho de madera con un candado especial. Su hijo, Alejandro en una ocasión cuando le cambiaba la corona, comenzó a transpirar abrumadoramente, las piernas le temblaban en medio de una sensación indescriptible.
Armando Garavito es el encargado de la custodia de los cendales, cada año le regalan al Patrono hasta tres en su fiesta.
La familia de los Gómez participa en el recorrido caminando de espaldas a la procesión y de frente a la imagen.
Originalmente, durante la ceremonia de preparación para la procesión en su día; el Señor del Monte estaba acompañado exclusivamente de varones. Fue en el tiempo de Mateo Pérez, el padre de Jesús, que comenzaron a involucrar a las mujeres en ciertas actividades, como Amanda Cuevas Pérez que se encarga de cuidar las pelucas que lleva bajo la corona. Son de pelo natural donado por jovencitas; las lleva al salón de belleza para su conservación y cuidado especial.
La tarea de los miembros de la guardia de honor no sólo es la preparación para llevarlo en la procesión, sino la vigilancia durante los tres días posteriores a su fiesta, en los que permanecen debajo del altar para que los fieles puedan acercarse.
En tiempos de pandemia no ha podido ser el ritual que consiste en hacer una fila entre cientos de fieles para lograr acercarse, una vez de frente a la imagen reciben un trozo de algodón que pasan por el cuerpo del crucificado y lo guardan celosamente como protección hasta la vuelta de año.
Jesús Pérez Núñez, uno de los guardianes
Jesús Pérez, originario de Jocotepec, es nieto de Cándido Pérez, firmante de aquel juramento histórico. Don Jesús conserva una fotografía de 1907 donde aparece el abuelo rodeado de sus hijos principalmente. Lleva un traje charro de gala con botonadura de oro; él poseía yuntas de bueyes para arar la tierra y también un chinchorro para pescar. Esa fotografía en blanco y negro es un valioso recuerdo para Jesús; así como las memorias de la infancia y juventud en Jocotepec que siempre por alguna razón están estrechamente ligadas a la imagen del Señor del Monte.
El milagro más grande que recuerda es cuando tenía unos ocho o nueve años; estaba el señor Cura Ambrosio González. Ese sacerdote abrió el curato para los niños, les puso juegos de ping pong, dominó, tableros; y promovió el fútbol para los muchachos.
El señor cura mandó a hacer un pozo artesiano en el curato pensando en la necesidad de agua que tenía la población. Mientras trabajaba la máquina, el padre veía que no aparecía el agua y el dinero para pagar se iba terminando. Estaba a punto de gastar los últimos recursos, cuando tomó un trozo de tepetate y acudió al altar dirigiéndose al Señor del Monte para pedir su intercesión. A los pocos días brotó el agua a raudales. Parecía un arroyo crecido que abrazaba las calles. Recorría primero Miguel Arana, dando vuelta por Guadalupe Victoria, hasta José Santana para desembocar en el lago. Las mujeres comenzaron a poner lavaderos y los niños iban a bañarse. El agua era tibia, también la podían beber. Esa fue el agua potable en el pueblo por muchos años, hasta que un día el Ayuntamiento la entubó; construyó un tanque en el cerro para bombearla y cobrar las tomas en cada vivienda.
Otro de los milagros ocurrió en una época de sequía extrema. Sacaron la imagen para implorar por la lluvia. Poco antes de llegar al templo, aparecieron las nubes negras en el cielo seguidas por una copiosa tormenta que apenas alcanzaron a librar a los peregrinos.
Jesús recuerda que la fecha de la fiesta al Señor del Monte se instituyó en esos días de enero, porque era cuando las familias tenían un poco más de dinerito derivado de las cosechas. Así podían ofrecerle una fiesta más digna a su amado Patrono.
-A veces nos critican por el lugar que ocupamos, pero es difícil tomar decisiones-
Este hombre junto con todos los miembros de la guardia de honor es responsable de custodiar una imagen milagrosa que ha sido por cientos de años la que vela por los jocotepenses.
Para el señor Jesús Pérez, ser miembro de la guardia de honor es una responsabilidad muy grande, más grande que el inexplicable cansancio que sienten todos cuando cargan a la preciada imagen, pero saber que el Señor del Monte custodia sus vidas es una emoción que no se puede describir.
Doña Irene preparó semanas antes los cascarones con confeti.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
Tiene líneas del tiempo en su rostro; las más, como indicios de la sonrisa, porque doña Irene sonríe mucho. Su charla es una melodía que contagia; recibe al visitante como si lo hubiera visto ayer y como si ya lo conociera.
-Vamos tomándonos un refresquito- dice. Y su conversación invita a quedarse a contemplar la tarde al lado de la calle empedrada.
Irene Martínez Cervantes vive en el barrio de San Sebastián en Ajijic. Desde que era niña recuerda la veneración de sus padres por el patrono San Sebastián, a quien celebran cada año el día 20 de enero. Ellos organizaban esa fiesta y esta mujer decidió continuarla, aunque en este año con restricciones debido a la pandemia por Covid-19.
Don Antonio Arceo también es de los organizadores; sus antepasados lo eran. Tiene 75 años, recuerda que antiguamente, el cargo de la fiesta se tomaba por invitación.
Desde dos o tres meses antes, quienes habían sido encargados el año anterior, pensaban en otra persona que pudiera continuar y la visitaban, llevando de obsequio una garrafa con ponche de tamarindo o de granada.
En aquel tiempo, sepultaban el ponche hasta dos meses debajo de la tierra bien cerrado. Luego lo sacaban y le agregaban trocitos de membrillo.
Ya entrados con el trago, los invitados aceptaban asumir el cargo que implicaba los gastos de la bebida, la comida, la música y el pan tachihual embetunado.
La persona debía buscar a diez o doce más para que le ayudaran. Y al año siguiente hacía la misma invitación a otro conocido.
Bastaba un apretón de manos, un trago de ponche compartido y la palabra como garantía para cerrar el compromiso. Así dice el canto que está grabado en la memoria de los fieles, a fuerza de repetirlo cada año en medio de la música y los confetis.
Este cargo se los entrego
a los que vayan quedando.
Para que nunca lo olviden
y que lo vayan pagando.
El día más esperado para los devotos de San Sebastián
Semanas antes del 20 de enero doña Irene se puso a pintar cascarones de huevo y a rellenarlos con confeti, para el papaqui (El lanzamiento de cascarones y confeti al ritmo del canto de San Sebastián y demasiadas carcajadas). Por eso una de las estrofas matizada de picardía dice:
Pobre de San Sebastián
que no conoció calzones.
Los primeros que compró
los cambió por cascarones.
Aunque ahora no es como otros años, espera con alegría la fiesta de San Sebastián, también la espera con casi 30 pollos para el mole.
A mi llegada, encuentro mujeres y niños llevando para sus casas torres de platos con mole, frijoles y arroz. Algunos hombres toman sus raciones y paquetes de tortillas para comer sentados en las aceras.
En la esquina donde convergen las calles de Emiliano Zapata y Marcos Castellanos, está instalado el altar a San Sebastián; hay dos figuras, la más pequeña que mide aproximadamente un metro y que trajeron desde el día anterior de la parroquia; y una más como de metro y medio que doña Irene mandó esculpir. Están en medio de un nutrido arco de claveles rojos y crisantemos, sobre una mesa forrada con manteles blancos.
-Ahora es poca gente- dice uno de los asistentes. En otros tiempos sin pandemia, la comida se servía en mesas instaladas a lo largo de la calle, y las cazuelas con arroz y mole acompañaban a la procesión.
Doña Irene está sentada al interior del patio con algunos de sus colaboradores y amigos cercanos; observa complacida el desfile de hombres, mujeres y niños que acuden por los platos con comida.
Están aquí algunos instrumentos de los que tocaron desde anoche a San Sebastián.
No es una sola banda, “es un rejunte”, me dice un muchacho. Miembros de distintas bandas que tuvieron voluntad de venir a tocarle al patrono. Una mujer y siete varones componen el elenco para amenizar la procesión.
Pasadas las tres de la tarde, comienzan a preparar la pequeña plataforma de madera donde va San Sebastián, la escultura más pequeña que les prestan en la parroquia y que ha protagonizado la fiesta desde que tienen memoria.
San Sebastián aparece con un brazo hacia atrás atado a un poste y el otro flexionado hacia el firmamento; le falta el dedo índice derecho que estaría apuntando al cielo. Tiene una mirada taciturna, pelo rizado al hombro, bigote, finas cejas delineadas y el pecho y brazo resquebrajado. Lleva cinco flechas incrustadas en el cuerpo, que recuerdan según la historia del santoral la lluvia de saetas que recibió en su martirio.
Doña Irene, se acerca con sus acompañantes a despedirlo, lo rodean y le platican al oído, porque las volverá a visitar sólo hasta la vuelta de año.
Poco a poco comienza a llegar la gente, son poco más de 50 los que componen la caravana. La banda comienza a tocar.
Aparece de pronto el primer sayaco con una camisa de caporal y un saco color caqui; botas, sombrero y un morral terciado. Lleva una máscara larga de madera color crudo; de sus mejillas emerge una larga barba, lleva pobladas cejas y bigote color paja.
Llegan seis más, caracterizados de exóticas mujeres; una de ellas auxiliada por un par de globos, presume unos abultados senos debajo de una blusa de flores. Otra lleva una blusa de hilos dorados y negros con una tiara de lentejuelas.
El sayaco más joven, parece un adolescente; caracterizado de muchacha, lleva una pañoleta sobre su máscara acartonada con chapitas carmesí y un vestido negro bordeado de un encaje azul. Zapatea fuerte con los botines sobre las calles desiguales.
Los sayacos encabezan la procesión bailando y ondeando las faldas circulares sin parar, seguidos por la banda. Y al final va la escultura de San Sebastián cargada por cuatro hombres. A su paso por la escuela primaria, los alumnos salen a observar a través del cancel de ingreso, los sayacos les salen al paso y acercan sus máscaras mientras los pequeños ríen a carcajadas.
San Sebastián es devuelto a la parroquia en medio de vivas y aplausos de unos diez peregrinos. Los sayacos no ingresan al templo, esperan afuera para regresar igual en procesión con la música de la banda.
Ahora los sayacos son los dueños absolutos del desfile, sacan de los morrales puños de confeti para lanzar a las mujeres. Arriba en un balcón una niña se esconde por entre las piernas de su madre y el sayaco salta para asustarla, la pequeña llora y la mujer ríe y la abraza. Un grupo de unos 30 niños burlan a los sayacos, corren y los instan a que los persigan.
A su llegada en el corazón del barrio afuera de la casa de doña Irene, la música sigue tocando y los sayacos bailan un poco, los asistentes que no llegan a 30, comienzan a romperse cascarones con confeti en la cabeza mientras la música toca. Ahí Bertha Barón entona con dos acompañantes el tradicional canto a San Sebastián.
Despídanse de la carne
y también de la longaniza.
Porque ya se está llegando
el Miércoles de Ceniza.
Y así termina esta celebración en la que colaboran muchos y en donde los adultos juegan como niños en una lluvia de confeti, con un canto entre fervoroso y pagano porque esta fiesta es así.
El Señor del Monte lleva más de 180 años recorriendo las calles de Jocotepec el tercer domingo de enero.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Aquella vez, no pudimos llegar ni siquiera al umbral de la parroquia; Juan Pablo y yo, nos perdimos en la marea humana que se arremolinaba en torno a la imagen del Señor del Monte. Íbamos contra corriente; luego del roce con los cuerpos sudorosos en el que pudimos sentir hasta las costillas de los otros, volvimos al camioncito que nos había conducido hasta ahí y estuvo a punto de dejarnos. Al Señor del Monte no lo pudimos ver.
De aquel día distan ya más de 20 años. Hoy a media hora de que dé inicio la procesión, el atrio comienza a recibir a los peregrinos que siguen llegando, mas no inundan el recinto. Hay a decir de algunos feligreses, la mitad de asistencia a diferencia de los años sin pandemia por Covid-19. Unas cinco mil personas, según datos de la Dirección de Protección Civil del municipio de Jocotepec.
En el templo, ya están a puerta cerrada los miembros de la Guardia de Honor que preparan al Señor del Monte para su recorrido, como ha ocurrido cada tercer domingo de enero desde hace más de 180 años.
El cronista jocotepense Manuel Flores Jiménez, señala el año 1834 como la primera ocasión que los antepasados le celebraron su “función”, y el 8 de noviembre de 1833 como la fecha en que se congregaron también, para jurar por escrito tomarlo como patrón de sus vidas. En 1918 fue renovado dicho juramento.
La Guardia de Honor está compuesta únicamente por varones, todos, descendientes directos de aquellos personajes que hicieran el juramento. Son unos 150; la mayoría adultos, el más pequeño tiene 11 años de edad. Están agrupados por familias; cada una con una tarea específica como organización, preparación de la imagen para su recorrido y cuidado y custodia del patrono durante la procesión.
Pertenecer a la Guardia de Honor es un privilegio que se hereda de generación a generación y se convierte en un regalo que llega por destino.
Los hombres de la Guardia de Honor están vestidos con camisas blanquísimas, rodean a la imagen que ya ha sido bajada del altar y terminan de prepararla para su caminata. En el lugar hay pocas mujeres; no llegan a diez, son familiares directos de los integrantes de la Guardia de Honor. Fue hasta hace unos diez años que comenzó a permitirse el ingreso a las mujeres.
Ya está abajo, el Señor del bautisterio, así lo llamaban los antepasados antes de convertirlo en su patrono, según los registros del cronista Flores Jiménez.
El Cristo, dirige la mirada al cielo con los labios entreabiertos, es de una nariz afilada, con barba y cabellera negra. Tiene los brazos extendidos sobre la cruz de madera que aparece reluciente; esa cruz “morena de sol” como la llama el padre Benjamín Sánchez en el Romancero de la vía dolorosa, está bordeada de rayos dorados.
El Señor del Monte lleva puesto un cendal cobrizo con ricos bordados y en la cabeza, una corona esplendorosa hecha de rezos y plegarias siempre escuchadas, porque “este Señor es muy prodigioso”.
-Yo soy uno de sus milagros- Me dice Manuel Ibarra, quien salió victorioso de un diagnóstico de cáncer. Previo a internarse en un hospital, imploró al Señor del Monte por su salud y tocó con un trozo de algodón el cuerpo del crucificado, para llevarlo consigo en la batalla contra la enfermedad. De ello hace ya 12 años.
Jesús Pérez es nieto de Cándido Pérez, el último estuvo presente en aquel juramento histórico y aparece en una pintura, “El juramento” que se encuentra en la sacristía de la parroquia. Ahora el señor Jesús participa al lado de su hijo Óscar Pérez y su nieto Alejandro Pérez.
A minutos de comenzar, las campanas doblan con sabor a fiesta, empieza a conformarse una valla humana y las decenas de ojos miran ansiosos la enorme puerta de madera.
-¡Viva el Señor del Monte!- Grita la voz de un hombre secundada por otra voz femenina.
-¡Viva!-
Responden las voces fervorosas y se abre la puerta.
Los fieles se aglomeran al encuentro del Cristo crucificado. Suenan los tambores de los danzantes y comienza el peregrinar.
Encabezando la procesión va una niña de unos cinco años con atuendo de danzante, emula los pasos de sus mayores y se desliza segura a lo ancho de la calle.
Un hombre y una mujer llevan unas playeras blancas, “Danza por manda” se lee en letras negras, con ellos van formadas más personas que danzan durante todo el recorrido, formadas en filas ordenadas. También va la banda de guerra, un joven con zancos que ayuda con el orden de los caminantes y un mariachi.
Una voz femenina reza el rosario desde un carro con una bocina y canta.
Algunas calles están adornadas con moños de listón satinado rojo y amarillo, también con arcos de flores frescas.
El Señor del Monte va cargado por una guardia de 20 hombres, uno de ellos camina de espaldas, cada cierto tiempo a lo largo de la caminata se intercambian por otro grupo de 20. Se hacen cinco guardias a lo largo del peregrinar, en total son cien hombres los que cargan al santo patrono.
Los “vivas” al Señor del Monte se escuchan a lo largo del recorrido, los ojos llorosos buscan el rostro del crucificado, hay muchas lágrimas derramadas, cuantiosas plegarias en silencio, que se anuncian con la mirada lacrimosa de los que salen a su paso.
Algunas personas van descalzas y con los ojos vendados; una fila de hombres y mujeres que avanzan hincados de rodillas en sentido contrario a la procesión, van al encuentro de la imagen, apoyados en cobijas dobladas que les tiran en el piso.
Los oficiales de Protección Civil vigilan a los que van hincados y les ayudan a levantarse.
Los uniformes caqui de los oficiales y sus cascos amarillos se mezclan con los trajes de brillantes botonaduras de los mariacheros y las blancas camisas de los guardianes de la fe.
Oficiales, fieles, músicos y sacerdotes convergen en una procesión ancestral, dedicada a aquel antiguo Señor del bautisterio que convoca a miles porque su presencia irradia un no sé qué.
El diezmatorio, libro donde se asentaban las aportaciones que ofrendaban como diezmo los feligreses. Foto: María del Refugio Reynozo Medina. Cortesía Archivo histórico de la parroquia de San Cristóbal Zapotitlán.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
“Honra a Jehová con tus bienes y con las primicias de todos tus frutos”, así dice la cita bíblica de Proverbios 3:9.
Nena tiene 85 años y su hermana Consuelo 95. Consuelo recuerda que desde que tenía unos cinco años, sus padres les enseñaron la fe católica, ellos iban a misa, el templo aún no estaba terminado en su construcción, recuerda que los niños cuando iban a la doctrina llevaban baldecitos con excremento de burro para los adobes que se hacían ahí mismo.
Pasojo, boñiga o liga; así les decían a las heces de los burros, que por esos años había en demasía. Los animales andaban sueltos, caminando, masticando el zacate de las calles, metiéndose entre los cercos.
Los pobladores no solo contribuyeron con la edificación del templo, cuya fecha exacta se desconoce, sino también al sostenimiento de la iglesia a través del diezmo.
En el Archivo histórico de la parroquia de San Cristóbal Zapotitlán se encuentran los diezmatorios, que eran los libros donde se asentaban los ingresos que la iglesia recibía por parte de los feligreses.
El diezmo se entregaba en su mayoría mediante el fruto de la cosecha, a veces la ofrenda eran gallinas, puercos y hasta huevos. En estos registros que datan de 1966 hasta 1970 aparecen los nombres y la cantidad de cargas de maíz que se entregaban a la iglesia. El párroco era el sacerdote Pedro Ramírez González. Nena lo recuerda, era un hombre güero, alto de ojos azules, muy risueño.
-Me acuerdo que mi papá llevaba una carguita de maíz de su desmonte-
Durante los meses de cosecha se podían ver las decenas de burros afuera del templo descargando los granos, esencialmente de maíz, a veces garbanzo. Atrás del templo, a espaldas del altar principal, donde ahora se hacen las reuniones de Alcohólicos Anónimos, había un troje, ahí guardaban lo que alcanzaba.
Recuerda que había quienes llevaban gallinas. Ella llegó a salir a las calles con una canasta para recolectar casa por casa huevos para las mejoras del templo, también aportación en dinero para la mesada del padre. Al pueblo, llegaban muchos polleros.
–Gallinas que vendaaan– gritaban. Se las cargaban al hombro sosteniéndolas de las patas y otras como racimos las cargaban por puños.
En el diezmatorio aparecen los nombres de los personajes que existieron, ahora todos ya fallecidos pero vivos en la memoria de esta mujer de 85 años.
Uno de los nombres es Florentino Gaspar con 2 cargas de maíz; él y Carmen Mosqueda eran los dueños de una tienda, ahí se vendía petróleo que era el combustible para los aparatos que iluminaban las noches porque no había energía eléctrica, lo tenían en unos tambos grandes y la gente se lo llevaba en botellas.
También vendían el maíz con el que las mujeres hacían el nixtamal, para luego convertirlo en tortillas que preparaban todos los días en un fogón y con el metate. La manteca de cerdo la vendían en un rectángulo de papel estraza.
Otro de los nombres que aparecen es el de Benjamín Medina con 7 cargas de maíz, (cada carga significaba un aproximado de dos costales de los que ahora conocemos).
Daniel Cervantes aparece con 11 cargas, él fue un arduo benefactor del templo; donó las imágenes del Sagrado Corazón y la Virgen María de tamaño natural que trajo de Guadalajara y aún se encuentran en la parroquia. Él y su hermana Luz Cervantes vendieron un terreno para contribuir con ello a la terminación del templo.
La lista sigue; Alfonso Morales que está registrado con una carga, fue padre de Julia Morales, la mujer menudita y morena con el rostro eternamente sonriente encargada del correo. Muchas mujeres esperaban su paso con ansias en su recorrido cargando los sobres.
Decían que una ocasión algún pretendiente le dijo a su paso si quería ser su novia y ella le respondió, –más adelantito-. Cuadras adelante se le apareció de nuevo para saber su respuesta, ella se refería a después en otro tiempo. Y seguía entregando suspiros de casa en casa.
-¿No me ha llegado nada Julia?- preguntaban algunas mujeres.
Juanita recuerda que la esperaba con ansias porque era la portavoz de noticias de su marido que estaba en los Estados Unidos trabajando y entre las letras de amor venían dobladitos algunos dólares.
Justino Larios que también aparece con una carga, era un gran músico, tocaba el clarinete; su hermana Dominga Larios tuvo la caseta con el primer teléfono del pueblo, la caseta de madera estaba pegada en la pared, tenía una manivela y teclas para marcar.
-San Cristóbal llamando a San Pedro- decía la operadora Dominga Larios.
Mandaban los recados muchas veces del padre.
En la lista también está José Rodríguez que aportó una carga, era albañil, casi el único en esos tiempos, hacía sus casas iguales, un cuartito con su ventana y un corredor.
Aparece también Esteban Chavira con la aportación de media carga, él hacía pastorelas en la calle, les leía los diálogos al diablo y a Gila que era otro personaje.
Uno de los cánticos decía:
–La Virgen lavaba y San José tendía, el niño lloraba del frío que tenía.
Los ensayos eran de noche cuando los hombres y mujeres terminaban sus jornadas al amparo de las velas o aparatos de petróleo. Cuando alguien quería que los pastores les cantaran los invitaban y les hacían comida, eso era solo en tiempos de Navidad.
Recuerda que, en una procesión a Jocotepec durante las fiestas del Señor del Monte, él hizo un carro alegórico y sacó a Víctor Amezcua de Jesucristo, la gente hasta lloró de ver tan real al personaje, dicen que esa foto se la llevó a Roma un sacerdote que vino de visita y la gente fue en peregrinación a saludarlo al crucero.
Brígida Velasco que aparece con media carga, hacía velas de cera muy adornadas, escamadas, los adornos sobresalían como un resplandor de la misma cera; la ponían a asolear; Nena recuerda esa escena con Brígida sosteniendo el pabilo y dejando escurrir la cera para formar velas de todos tamaños. El hijo de Brígida era peluquero, dicen que se echaba buches de agua para lanzarlos a la cabeza de los clientes y preparar la cabellera para el corte.
El paisaje dibujado del San Cristóbal de aquellos años se cuela por las memorias de los hombres y mujeres que lo vivieron, son solo recuerdos que se desvanecen, sin embargo, las listas de todos los nombres de quienes existieron están ahí en los documentos, en los diezmatorios que son testigos mudos del inevitable paso del tiempo.
Los voluntarios colocaron el aserrín en una jornada de cuatro a cinco hora. Foto: María del Refugio Reynozo Medina.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
No sé exactamente desde cuando estas paredes presencian los himnos y cantos de fervor a la Virgen de Guadalupe; mis abuelos que nacieron aquí en 1917, tenían memoria de ello. Pareciera que todo el altar se estremece con las notas de la banda de mi pueblo. Algo sucede en el corazón de los nacidos aquí cada 30 de diciembre pasadas las seis de la mañana, cuando los músicos entonan los valses, pasodobles y las mañanitas en torno a la imagen morena que en el penúltimo día del año aún se sigue celebrando.
El altar está revestido de cortinas tricolores en el centro, formando una bandera sobre la que reposa un cuadro de la imagen de la Virgen de Guadalupe, con un sólido marco plateado de unos 2 x 1 m.
Hoy es la celebración solemne y comienza con las mañanitas.
La imagen peregrina que es una escultura de pasta; descansa al pie del altar sobre una pequeña mesa con un respaldo azul, rodeada de una guirnalda de rosas.
No basta con la celebración del día 12 de diciembre; hoy los pobladores se preparan para recibir el paso de la imagen por las calles principales de San Cristóbal.
El cuadro de la Virgen de Guadalupe es montado sobre un marco de flores. Desde la una de la tarde Genaro Reyes Gallardo, que ha sido por 40 años el diseñador de los ornatos, coordina la decoración del carro que llevará a la Virgen Morena.
Más de dos centenares de rosas, claveles y crisantemos enmarcan a la imagen que va sobre una pequeña plataforma.
A las cuatro de la tarde, las calles hierven de personas deambulando con aire festivo.
Afuera de una vivienda, una familia prepara un arco sostenido por barras de metal y forrado con ramilletes de flores frescas y telas entrelazadas, mientras toman de sus vasos y conversan risueños. Dos calles adelante, un hombre lanza enérgicamente baldazos de agua a la calle empedrada que ya está barrida. El aroma a tierra mojada perdura por más de una cuadra durante mi recorrido. En otra casa, una mujer coloca un ramo de flores en un pequeño altar improvisado afuera de su domicilio.
En este barrio que la gente llama barrio bajo, al lado de las calles regadas reposan bolsas negras con basura, otras bolsas y cajas con desechos están a la entrada de las casas; en algunas se percibe el aroma a descomposición. Dice una mujer que el último día que pasó el camión recolector del municipio fue hace más de siete días.
La basura rezagada también recibió el paso de la imagen durante la procesión.
Por la calle Ramón Corona Oriente, un grupo de personas esparcen aserrín teñido conformando un mosaico con la imagen de la Virgen de Guadalupe y ramos de rosas; el tapete cubre unas cuatro cuadras que han sido cerradas a la circulación por los organizadores. Los voluntarios van armados con carretillas, baldes y costales llenos de aserrín multicolor y recorren las calles bordando con el polvo de madera el suelo empedrado.
Sobre la calle Porfirio Díaz, un grupo de jóvenes y niños arman otro tapete de aserrín con la imagen de la Virgen de Guadalupe y más rosas. Una niña de unos seis años camina con un pequeño balde y espolvorea el aserrín. En la esquina, se levanta un arco más de flores frescas.
Un hombre en la misma calle clava en la pared un lienzo con la imagen de la Virgen de Guadalupe y coloca luces de colores alrededor. La delegada Rosa Villa, mandó traer una grúa para retirar los vehículos que no atienden la indicación de despejar las calles principales.
A las seis de la tarde se escucha la primera llamada, la gente comienza a pasar y se dirige al templo. Hay mujeres con blusas de toques étnicos, niñas caracterizadas de la Virgen de Guadalupe, niños con atuendos de manta y tilmas con la imagen de la Virgen del Tepeyac.
Al frente de la procesión que congrega a más de quinientos fieles va la danza, dos hombres jóvenes cargan un tambor que de vez en cuando golpean con fuerza; en seguida, el grupo de danzantes emite un agudo grito para luego ejecutar la serie de bailes del ritual. También va el grupo de adoradores con sus banderas blancas y al final de la procesión va la banda de música.
Comienza a oscurecer y los rostros de algunos peregrinos se iluminan por las velas encendidas que llevan en las manos.
Al llegar al templo, el cuadro con la imagen es bajado de la plataforma y conducido al altar en medio de los pabilos ardientes y miradas de fervor. Los músicos entran tocando el Himno Guadalupano, las brillantes plumas de los danzantes se mueven al compás del tambor y el caracol y los fieles rompen en aplausos, algunos hasta las lágrimas.
Las paredes del templo vuelven a estremecerse y la imagen reposa en su trono de flores.
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