Actualmente, Ángel Serrano tiene 77 años de edad y más de 900 días sin pescar en el Lago de Chapala. Foto: Alma Serrano.
Alma Serrano.-La pesca es una actividad que rebota la calma, la sensibilidad, la espera, la creatividad, sin dejar de ser tan demandante para poder vivir y disfrutar de ella al máximo con tu familia y mejor aún, gozar de tu propio trabajo, un trabajo donde no necesitas vacaciones porque siempre estuviste feliz.
Pescar te hizo un experto en el lago y en tantas cosas, tanto que has tenido alrededor de ocho canoas, mojarreras, charaleras, anzuelos, atarrayas, redes.
Sabías cuando subirte a la canoa y llegar a casa con 100 kilos de tilapias, a tus 25 años, sin olvidar que eres un excelente nadador. Pescar ha ido despertando tus sentidos uno a uno para ir activando la alerta de si un pez está cerca, mirarlo, no perderlo de vista, y jalar el anzuelo con esperanza y la riqueza en las manos, has sido un excelente espectador, y te has llenado de paisajes que no pretendías, detectar un movimiento en el agua, en el viento y arrojar la atarraya con mucha fuerza, tu atención fija en el objetivo, no hay pensamientos importantes, todo está en la acción, en lo astuto que te vuelvas con el tiempo.
Los peces irónicamente terminaron amándote, Ángel, desde hace 50 años en San Juan Cosalá has sido su fiel compañero, pasaron juntos tan solo unos minutos aparentemente, y los peces que de lejos te vieron saben que no estás ahí para cuidarlos pero se les hizo tanta costumbre verte que empezaron a quererte, a echarte de menos, cuando no asistes, y deben de estar muy preocupados ahora, que tiene más de 900 días que no te ven en el lago, también aquellos a los que algún día les diste un buen susto, tal vez algún día ya no recuerdes en lo que consistió tu vida por más de 60 años, no recuerdes quien eras y eres ahora.
Debe de estar de luto el lago, Ángel, no debiste salir de ahí, tus manos empiezan a sentirse suaves, vacías e insensibles, necesitas volver al lago, tomar la atarraya, mirar tu objetivo y crear un recuerdo nuevo, tal vez esa sea la única manera de recordarte a ti mismo sin usar la memoria, pues bien dice el dicho “lo que bien se aprende, nunca se olvida”.
Ángel, tus manos son un recuerdo de lo que amas, puede que estés olvidando rostros, sentimientos y actividades, incluso la esencia de lo que eres, pero la gente no te olvida, cuando vemos un paisaje, una ola, un pez, tu cuerpo está en casa, pero tu corazón todavía sigue en el lago, pescando.
Ángel Serrano Medina, es mi abuelo, un cosalense de 77 años de edad que comenzó a pescar al cumplir su primera década, pero que desafortunadamente ya no lo recuerda. Su memoria se ha ido fragmentando poco a poco desde hace tres años cuando adquirió la enfermedad que degenera la capacidad de revivir los recuerdos: Alzheimer.
Es un hombre fuerte y desbordante, apasionado con lo mejor que sabe hacer y dedicado a lo que le ha entregado la mayor parte de su vida: pescar. ¿Recuerdas cuando fuiste uno de los pioneros de la pesca en San Juan Cosalá y sacaste una tilapia de más de un metro?, le pregunto; ojalá lo recuerdes, me respondo.
Chavo Luna frente a su casa, «El futuro de la música es incierto, de estar muerta durante la pandemia ahora el movimiento renace».
Jazmín Stengel. – Salvador de Luna Castellanos (1948) mejor conocido como Chavo Luna inició su carrera a la edad de ocho años, el día que decidió seguir a los músicos que veía pasar vestidos de traje con instrumento en mano, por la avenida principal de su pueblo, Chapala.
La persecución de aquel día llevó al niño hasta la Academia de la parroquia de San Francisco de Asís donde ensayaba la mítica banda de la comunidad, “Niños Héroes”, fundada por el cura Raúl Navarro. “Ahí comencé a estudiar”, dijo ya con un tono melancólico.
Chavo entró en una armonía que lo acompañaría toda su vida. Al ser mayormente autodidacta busco aprender de amigos y compañeros que estudiaron en el Conservatorio, como Humberto Rivera quien lo acompañó durante dos años, ayudándole a complementar su formación musical.
La calidad de su música y las pocas oportunidades de ejercer su oficio en Chapala durante su juventud, lo llevaron en los años 70 a dar el brinco directo a las agrupaciones tapatías. La Orquesta Juvenil de Guadalajara fue la primera en abrirle las puertas. Después de eso Chavo formó parte de las orquestas dirigidas por Nano González y Enrique Reyes, famosos músicos jaliscienses.
Luna nos platicó uno de los mejores momentos que vivió sobre el escenario. “El primer día que toca uno, un solito, sabroso y que se escuchen los aplausos, la mirada de la gente hacia ti”, expresó con una disimulada sonrisa y los ojos iluminados de nostalgia como si reviviera ese momento desde la cálida sala de su casa.
Después de ese día su carrera despegó, era un integrante de la Orquesta de Arturo Xavier González Santana cuando esta se dividió en 1981, «los mejores formaron su agrupación a parte y los no tanto nos quedamos», recordó Chavo.
Sin dejar transcurrir mucho tiempo, la Orquesta Sinfónica del Estado de Jalisco lo llamó a su conjunto de músicos élite en la ciudad, donde permaneció tres años, “al principio lo dudé, pero me quería calar con los grandes y me di cuenta que tenía la calidad”, dijo algo sonrojado.
«Un día mi hermana me dijo que sus tres hijos querían aprender música, les propuse invitar a siete más de sus amigos para formar una banda», así es cómo a partir de 1983, Luna reúne a los jóvenes en la plaza principal del municipio cada domingo para formar la nueva banda de Chapala, tras quince años de ausencia.
El ahora maestro de 73 años de edad tomó en esos días una de las decisiones cruciales en su vida ya que “los músicos sacrificamos el tiempo y esfuerzo, yo dediqué el mío a desarrollar la música entre los jóvenes del pueblo”, afirmó Chavo sin arrepentirse de dejar las grandes ligas y continuar su legado con clases de música para clarinete, saxofón, trompeta, trombón y todos los instrumentos de viento que domina.
El esfuerzo en 28 años nunca ha sido en vano y, aunque la paga sea un simple plato de pozole con un par de tostadas, los alumnos siempre han hecho valer su trabajo. Son 18 los estudiantes que han llegado hasta «mero arriba», siete de ellos en la actualidad son profesionales y tocan junto a celebridades como Alejandro «El Potrillo» Fernández, La Banda San Miguel, Banda Caramelo o La Pequeño Musical.
Chavo Luna tal vez no llegó a la fama mundial como otros músicos que perseguían la imagen publicitaria, pero la persistencia y dedicación que ha demostrado a lo largo de sus 52 años de trayectoria, el entregarse a las enseñanzas sin fines de lucro, sí lo llevaron a ser reconocido por su pueblo con un homenaje al aire libre en la plaza principal de la cabecera municipal el 21 de noviembre.
El artista plástico Antonio López Vega.
Toño lleva consigo nítidos recuerdos de su infancia de su pueblo natal Ajijic, desde que tenía dos años de edad.
María del Refugio Reynozo Medina.- Unos peces plateados, un sayaco con su larga barba, decenas de rostros indígenas en una procesión, coloridas casas con sus rojos tejados y la enorme piedra rayada; son solo algunos elementos que conforman Corazón de Ajijic, así se llama la obra en la que Antonio López Vega está trabajando por encargo de las autoridades y el comité de Pueblo Mágico de Ajijic. Es la figura de un corazón envuelta de múltiples matices de azul, elaborada de fibra de vidrio con una altura de 1.60 cm y 1.80 cm de ancho, proyectada para instalarse en un espacio público.
Toño es originario de Ajijic y lleva consigo nítidos recuerdos de su infancia desde que tenía dos años de edad. Fue testigo de la construcción de la carretera, de la llegada de la electricidad, recuerda que los mayores no se acostumbraban y apagaban la luz en las noches. Entonces, la luna aparecía reluciente rodeada de un cielo estrellado en medio de la oscuridad.
Tenía ocho años cuando lo mandaban a la leña al monte, se iba de madrugada o de noche. Recuerda que había una piedra labrada con dibujos, era como del tamaño de un coche. Ahí al claro de la luna se trepaba en ella; recostado miraba el cielo estrellado y mientras sus ojos se fundían en la redonda blancura de la luna, con sus dedos recorría cada uno de los relieves que conformaban el mosaico de piedra. Era como leer braille, podía imaginar con el trayecto de sus dedos los espirales y las líneas. No solo cuando iba por la leña; la piedra rayada, también de día era uno de sus sitios favoritos para ir a jugar.
Era también por las noches cuando se encaminaba a la orilla del lago para ayudar a los pescadores y ganarse algo. Los pescadores; recuerda, eran unos hombres morenos y recios, traían su botella de tequila blanco terciada en la panza, en la oscuridad sacaban las redes que llegaban a ser tan largas como una cuadra y poco más. Toño era un niño que podía permanecer hasta dos o tres horas en la contemplación.
Las mujeres acudían con sus ollas a comprar el pescado. Había carpas, bagres, mojarras, pintas, truchas, anguilas, guachinangos, cocochas, cangrejos y charales. Un platillo común era el caldo michi que llevaba carpa, bagre, trucha y cangrejo; aderezado con cilantro, chile verde y ramas de ciruelo tiernas. Recuerda que había algunos pescadores que tomaban los cangrejos y se los llevaban a la boca, se escuchaba el crujir entre sus dientes y seguían vendiendo.
-¿Cuánto está?
Preguntaban, y así al verlos por el tamaño, los pescadores les ponían precio.
Las diminutas escamas de los charales se les pegaban en las manos a los fornidos hombres, Toño las pensaba como guantes de plata sobre sus manos renegridas.
Al final de la faena los ayudantes recibían como pago su porción de pescado.
-Yo pensaba que ayudaba, pero a lo mejor solo les estorbaba-
Y contento regresaba a llevar lo conseguido a su madre.
Con algunos niños que también iban, aprendió a hacer unas ensartas de pescado. Una noche volvía con una de ellas en las manos, algunos bagres aún daban coletazos; en eso un auto se detuvo a su paso y bajó de él una mujer regordeta.
-¿Niño, cuánto quieres por el pescado?
-No los vendo señora.
Toño quería llevarle la carga a su madre y por 45 centavos la mujer lo convenció.
¿De dónde sacaste el dinero?
Fue la pregunta de su madre.
Otra de las cosas que le gustaba hacer, era trepar a los árboles sobre todo en la temporada de mangos y de guayabas. Brincaba de un árbol a otro comiendo los frutos, competía con los pájaros, mientras se balanceaba encaramado en la flexible rama que bajaba y subía al compás del aire. Alguna vez se llegó a caer. Nunca sintió miedo, no sabía lo que era eso; al contrario, le gustaba el peligro y las aguas del Lago de Chapala eran para él, el mejor lugar.
En el muelle había un enorme mezquite, hasta ahí se subía para aventarse clavados al agua, en una ocasión ante la presencia de otros niños se subió a lo más alto del árbol para demostrarles su valor, justo ahí le dieron unos calambres y no podía moverse. Tampoco quería bajarse para no quedar como cobarde, tenía que brincar sin matarse.
Se concentró e imaginó que debía brincar más allá del horizonte, colocó su mirada lejana y se lanzó. Todos los chicos gritaron. Cuando estaba completamente sumergido en el agua abrió los ojos y vio verde. Cuando salió a la superficie para su sorpresa todos estaban platicando como si nada, no lo esperaban atentos ni sorprendidos.
Bueno, pero salvé mi vida. Pensó y siguió jugando.
Desde pequeño Antonio estuvo rodeado de creadores, su padre fue músico, tocaba la trompeta y su madre tenía dotes para el dibujo. Fueron once hermanos y muchos de ellos desarrollaron el talento para pintar.
Al lado de su casa había unos artistas pintores, uno de ellos le preguntó:
¿Quieres trabajar?
Él siempre gustó de llevar sustento a casa y sin preguntar en qué exactamente dijo que sí.
Solo le dijeron que se mantuviera inmóvil sosteniendo un carrizo con las manos, con un trapo en la cabeza y el dorso descubierto. Sin saberlo fue el modelo de aquella pintura.
También fue acólito en el Templo de San Andrés, vestido con su túnica blanca daba las campanadas para la misa; era una campana muy grande, sabía exactamente los golpes que debían darse. Fue la primera vez que cambió los huaraches por unos zapatos negros que el padre le compró. Los quince minutos entre cada llamada, le parecían eternos y buscaba que hacer mientras llegaba la siguiente campanada. Se reclinaba en el muro y observaba las cúpulas, las imaginaba como un seno de mujer. Miraba desde lo alto el piso y lo pensaba como un tapete enorme de ajedrez. Aventaba escupitajos desde lo alto tan solo para escuchar el eco.
Le ayudaba a vestir al padre, preparaba las hostias y el vino. Ahí aprendió latín porque las misas eran en ese idioma y el sacerdote de frente al altar y de espalda a los feligreses.
Encendía los incensarios con copal y carbón, los sacudía fuerte. Recuerda que una vez un niño golpeó con el incensario a una viejita en la cabeza, la anciana se levantó y siguió caminando.
En ese tiempo llamaban a la misa a las cinco de la mañana.
A Toño le tocaba sostener el cirial, era un bastón de metal con la vela en el extremo superior para iluminar a los fieles que iban a comulgar. A veces lo vencía el sueño; con la cera que había en el piso, el bastón de bronce se balanceaba y Toño lo regresaba a su sitio, una ocasión adormilado lo regresó a casi nada del piso, el padre solo lo miró.
En tiempos de cuaresma no se usaban las campanas, era una matraca de madera.
Recuerda las alabanzas cantadas en su mayoría por viejitos, le parecían muy tiernos se encariñaba con ellos porque lo hacían con el alma.
Santo Santo Gloria al Espíritu Santo, Dios de los ejércitos del universo.
-Me gustaba la parte cuando decían universo, me iba por el pasillo central porque abrían tanto la boca que me asomaba y se les podían contar los dientes y las muelas, uno no tenía ninguno, otro unos tres-
Su padre fue adorador nocturno, en ese grupo había un hombre que le decían el matraco porque sus botas sonaban como matracas al pisar, en la adoración nocturna, ponía un ladrillo debajo de su petate como almohada y dormía un poco mientras le tocaba el turno, entonces Toño y sus amigos le escondían sus botas en el árbol de mango. Cuando pasaban con la campanita a despertarlo, el matraco buscaba sus botas inútilmente.
Los adoradores comenzaban haciendo oración dos horas hincados en silencio, cuando se retiraban lo hacían caminando hacia atrás sin dar la espalda al altar. Había niños, a ellos les llamaban Tarsicios. En las ceremonias llevaban una bandera blanca y una de México. Un distintivo rojo con blanco y una medalla.
La vida cotidiana de aquel niño, lo llevaba a distintos escenarios, en la época de la navidad iba a buscar heno y musgo para el nacimiento, durante el carnaval caminaba las calles en donde hacían su aparición los sayacos, con sus máscaras de madera, unas figuras burlonas y rebeldes, que lo mismo podían poner confeti a una muchacha guapa, robar fruta, dar dulces a los niños o vestirse como mujeres sexis y provocativas.
En el mes de septiembre se hacían los globos de papel, ahora ya es un festival, pero antes los hacían en las casas y en familia los echaban a volar.
Tenía seis años cuando acompañó algunas veces a sus hermanos a ensayar las pastorelas a la casa de doña Lencha, ahí repasaban los textos los pastores. Doña Lencha, era una mujer llena de arrugas en la cara, los diálogos de la pastorela estaban escritos a mano en un grueso libro iluminado por un aparato de petróleo. Todos tenían los ojos puestos en el rostro rugoso de la mujer, dibujado fielmente por la linterna en medio de la penumbra. Ella recitaba en voz alta para que los aprendieran.
El vestuario de su hermano era una blusa y pantalón de chermes rosa con lentejuelas de colores y un sombrero con flores.
Los bastones estaban decorados con listones, lunas, campanas y soles de oropel. Cantaban y golpeaban el bastón en el piso al compás de las alabanzas (De los muertos o de los angelitos).
Los que cantaban a la muerte, a los angelitos y a Dios les llamaban alabanceros, otros eran llamados concheros y paganos; ellos tocaban, cantaban y bailaban.
A veces los pobladores dormían arrullados por los cánticos que se escuchaban a lo lejos en alguna casa vecina en medio de la noche.
Toño comenzó sus primeras pinceladas en el taller de Neill James, la mujer extranjera que en los años 50 con sus propios medios promovió en Ajijic la instrucción de los niños en las artes. A los 16 años Antonio López se fue a San Miguel de Allende al Instituto Allende con una beca, ahí estudió la Licenciatura en Artes Plásticas, para volver después a su natal Ajijic y ofrecer talleres gratuitos de pintura a los niños desde el proyecto artístico en La Cochera Cultural. Ahí, junto con un grupo de artistas comparten sus talentos y organizan al menos tres eventos culturales al año. Una influencia muy importante para este pintor fue su madre Rosario y su abuela Lina, ella, su abuela le contó la historia de la reina Xóchitl Michicihuali, esa noche comió tlacuache (lo supo hasta que terminó de cenar) con un café con leche y tortillas hechas a mano.
Según la leyenda, Michicihualli era una reina de piel de terciopelo dorado descendiente del tlatoani Cazcalotzin del poderío de Coaxalan. Recolectaba flores y sumergida en un ojo de agua escuchó una gota de agua que caía de una peñita; sonaba xic xic. Encantada por el sonido dijo, aquí se llamará Axixik lugar donde brota el agua. Desde entonces se convirtió en mujer pez, sirena o espíritu del agua y desde ahí protege al lago de monstruos venideros.
Antonio López Vega, lleva consigo esas historias, es un pintor en el que habitan sayacos, noches de luna plateada, pinceladas aguamarinas, pescadores; cánticos y alabanzas con las que muchos pobladores arrullaban sus sueños hace más de sesenta años.
José Guadalupe Trujillo “El cuchillo” de 76 años, falleció el pasado miércoles 20 de octubre.
Sofía Medeles (Ajijic, Jal.)- Uno de los corredores/ciclistas más longevos de Ajijic, mentor de muchos de los corredores destacados del pueblo, y quien ayudó a crear las rutas de las carreras más reconocidas de la delegación, José Guadalupe Trujillo Álvarez, conocido en el medio como “El cuchillo”, falleció el pasado miércoles 20 de octubre a los 76 años de edad.
Nació el 6 de septiembre de 1945, fue el menor de dos hermanos, en la Manzanilla, Jalisco, vivió su infancia en Cedros, hasta que su mamá falleció, por lo que familiares que tuvo en Ajijic, lo llevaron a vivir con él desde aproximadamente sus 10 años, donde pasó toda su vida, aunque no perdía la oportunidad de visitar Cedros de vez en cuando.
En Ajijic contrajo matrimonio con Guillermina Ramos Rivera, y con quien tuvo cinco hijos; María Isabel, Susana, María Guadalupe, Jorge y Pablo Agustín. Sus hijos lo describen como un buen padre, que siempre los apoyó, trabajador e incluso autodidacta, ya que, siendo mayor, decidió aprender a leer y escribir por su cuenta.
Su primer acercamiento con el deporte fue con el ciclismo, donde destacó y participó en múltiples competencias, hasta que un día sufrió una lesión que le impidió seguir en esta disciplina, por lo que inició su pasión por el senderismo y las carreras, además de subir montañas de manera constante. Su primer acercamiento a las caminatas de larga distancia fue la ruta de los peregrinos hacia Talpa.
“Él trabajaba mucho, de lunes a sábado, pero los domingos, era el día que él usaba para caminar en los cerros, siempre iba a la Chupinaya a dejarle velas a la Virgen, y disfrutaba mucho estar allá. A veces nuestra mamá le decía que los domingos mejor debería usarlos para estar con su familia, pero él decía que estar en el cerro le daba un sentimiento que no podía describir. No lo entendí hasta que lo empecé a seguir, fue cuando me enamoré de los momentos en las montañas”, comentó su hija María Guadalupe “Lupita”.
Además, sus hijos mencionaron que el Cuchillo, fue mentor de destacados corredores multipremiados de Ajijic, como Daniel Urzua “Charol”, José Valenzuela, y ayudó a Ricardo González a crear la ruta de la carrera de la Chupinaya. “Los muchachos lo seguían porque él sabía todas las rutas de los cerros, les enseñó a muchos los caminos, y a él le daba mucha alegría y gusto compartir sus conocimientos”. Fue poseedor de un reconocimiento de la carrera Chupinaya por participar 15 años seguidos.
Finalmente, su familia comentó que, hasta sus últimos meses se mantuvo yendo constantemente a practicar el senderismo. Falleció el pasado 20 de octubre, con 76 años. Unos de sus últimos deseos fue que esparcieran sus cenizas en su tramo favorito del sendero hacia la Chupinaya, así como en la ruta de los peregrinos.
Don Eusebio Zamora, de 79 años, y albañil destacado de Ajijic.
Sofía Medeles (Ajijic, Jal.)- El tres de mayo se celebra el día de la Santa Cruz y con ello conmemoramos a los albañiles, quienes se han encargado de construir poblaciones desde sus cimientos. Unos de los más destacados en la población de Ajijic, por su trabajo y su tiempo en el oficio, es Eusebio “Chebo” Zamora Álvarez, quien compartió parte de sus vivencias en tantos años como albañil en México y Estados Unidos.
El nacido en 1943 comentó con alegría “Aquí está mi ombligo” refiriéndose a que es originario de Ajijic. De adolescente nace su curiosidad por la albañilería, a los 15 años le preguntó a un albañil si era difícil el oficio “Él me contestó que se ocupaban como 2 o 3 meses, pero se refería a saber cucharear”, comentó.
A sus 23 años se casa con Marcela Antolín, también originaria de Ajijic y con quien tuvo siete hijos; Gerardo, Alma Angelica, Alfonso, Hilda Adelina, Lidia, Carlos y Beatriz. Fue por darle sustento a su familia que decidió entrar a trabajar en la obra.
“Aprendí muchas cosas y me la pasé muy bien, cuando uno de mis hermanos me propuso ir a Estados Unidos a trabajar y como me daba curiosidad saber cómo trabajaban por allá, me decidí a ir un por un tiempo a aprender sus técnicas”, comentó don Eusebio.
Llegó a Santa Ana, California y se fue a Watsonville, donde busco trabajó en la pizca de manzana, pero no era la temporada, por lo que se fue al estado de Oregón para trabajar en la pizca de fresa, donde fue complicado por los oficiales de migración: “En veces estábamos trabajando y llegaban, entonces todos los ilegales teníamos que correr a una loma que estaba ahí cerca, lo bueno que nunca me cacharon”, agregó.
Por la poca paga le perdió el gusto al trabajo, así que decidió regresar a Watsonville, a ver si encontraba trabajo en los cultivos de manzanas. Contó que se tuvo que regresar solo y le fue difícil ya que él no hablaba el inglés, pero consiguió llegar y trabajar un corto tiempo en la manzana, hasta que su hermano se lo llevó a trabajar en la construcción en San Francisco, donde aprendió a hacer terminados y a trabajar con block.
A su regresó entre sus 28 y 32, trabajó con la familia Medeles, primero con Mariano y después con sus hijos Rosendo y José, con quien comentó se llevaba muy bien y aprendió aún más sobre albañilería.
Compartió una de las anécdotas que más recuerda: “Una vez trabajando en un tejado, se nos dejó venir el agua, entonces estábamos trabajando muy rápido y Mariano, que también era albañil, nos ayudó para acabar más rápido y al día siguiente, nos dimos cuenta de que las tejas estaban chuecas y volteadas. Nos dio mucha gracia, y las acomodamos”.
Después de algunos años, trabajó con el contratista Gustavo Márquez, con quien hizo varias residencias entre Ajijic, la Canacinta, Raquet Club, La Floresta y San Antonio Tlayacapan, donde en algunas ya era el encargado, también llamado Maistro.
Entre sus 30 y 40 años sufrió un desgarre en el menisco de la pierna izquierda, el cual no trató inmediatamente, por lo que empeoró con el tiempo, hasta que fue intervenido, sin embargo, no mejoró, ya que el doctor no le advirtió que debía dejar de trabajar con mucho peso. Más adelante, 10 años después, sufriría la misma lesión en la pierna derecha.
A sus 50 años, volvió a Estados Unidos para seguir trabajando como albañil y encontró trabajó con un italiano, al que describió que no era fijado y que quería trabajos rápidos, por lo que solían estar hechos a la cuachalotada.
Al volver, trabajó un corto tiempo de nuevo con Gustavo Márquez; sin embargo, sus lesiones ya no le permitían trabajar sin tener molestias y a sus 71 años, se retiró de la obra paulatinamente.
Como siempre fue un hombre muy activo, nunca dejó de salir: “Aunque tenía problemas en las piernas, agarraba mi bici y me iba al cerro a cortar nopales; ya ahorita solo hago los mandados, y mi esposa y yo tenemos la ayuda de 70 y más, así que podemos mantenernos bien”.
Finalmente, a sus 79 años, y con 48 años de experiencia en la albañilería, le recomienda a quienes desempeñan este oficio, que no dejen nunca de aprender nuevas técnicas y que no le aflojen, ya que sus futuros trabajos dependen de sus recomendaciones.
Bricia Rojas Pérez (13 de noviembre de 1926- 4 de abril del 2021) su imagen fue parte de una exposición en la plaza principal de Ajijic.
Sofía Medeles (Ajijic, Jal.).- Una de las mujeres más recordadas en Ajijic, sin duda fue la maestra de corte y confección Bricia Rojas Pérez, quien por años se encargó de vestir a Ajijic, compartiendo sus conocimientos en la creación y costura de prendas. Su prima, -y maestra de catecismo reconocida por muchas personas- María Refugio Ramos, compartió la vida y obra de Bricia.
Nacida un 13 de noviembre de 1926 y oriunda de Tampico, Tamaulipas, sus padres llegaron a Ajijic cuando ella era bebé -su prima María, especula que fue alrededor de sus primeros tres años de vida-, y en la pintoresca delegación fue donde realizó sus estudios. Cursó la primaria en la escuela “Marcos Castellanos”, que en aquellos tiempos impartía sus clases entre corrales y huertos; al finalizar, cursó algunos años de secundaria.
Según la señora María Refugio, de sus 25 en adelante estudió corte y confección con las señoras Refugio, Paula e Isabel Pérez, y al terminarlo, se decidió por ir a Guadalajara a tomar un curso en la misma materia.
Un tiempo después, José Ramos Pérez le pidió dar clases de corte y confección en la Antigua Escuela de Artesanías, donde muchas generaciones de jovencitas recibieron y pusieron en práctica las enseñanzas sobre elaboración de prendas con la maestra Bricia.
Cada año, sus estudiantes llevaban a cabo presentaciones de sus diseños, donde exhibían desde vestidos casuales, ropones de bebé y hasta vestidos de novia. Su prima la define como una mujer con mano dura para impartir sus clases, a modo de que sus alumnas la respetaran y aprendieran mucho de ellas, pero alegre cuando se trataba de convivir.
La maestra Bricia nunca se casó; dedicó todos sus años al corte y la confección, su trabajo más longevo y con el que se jubiló. Su prima aseguró no saber con exactitud cuánto tiempo duró impartiendo clases, aunque calculó que aproximadamente fueron entre 30 a 40 años.
Una de las anécdotas que más recuerda su familia, fue uno durante la celebración de carnaval, donde una sayaca ingresó a platicar y jugar con las alumnas de su clase, y ella, siguiéndole el juego, le persiguió con una escoba hasta echarle fuera.
La maestra Bricia falleció el pasado 4 de abril del año en curso, en su domicilio en Ajijic, rodeada de sus familiares y seres queridos, quienes la asistieron dentro de su enfermedad y hasta despedirla de esta vida.
José Ramos Trujillo con una de sus múltiples obras realizadas. Fotografía: Daniela Romero.
Berenice Barragán (Jocotepec, Jal).- José Ramos Trujillo ‘El Monero’ (1950-2020), quien fuera uno de los mejores artesanos del municipio de Jocotepec, falleció el pasado 24 de enero.
Con más de 50 años de experiencia esculpiendo figuras, que al día de hoy adornan casas y comercios dentro y fuera de Jocotepec, dejó de existir a la edad de 70 años.
“El Monero” -como se le conocía en la cabecera municipal de Jocotepec- será recordado por esculpir y dar vida al ‘Señor de la Higuera’: Cristo de 3.80 metros que supera al ‘Señor del Huaje’ -que tiene una altura de 3.20 metros-, convirtiéndolo así, en el más grande de la región.
Y es que en el año del 2019, el Ayuntamiento de Jocotepec le otorgó la encomienda para trabajarlo a partir del tronco de un árbol ancestral de la delegación de Nextipac, derribado por una tormenta en agosto de dicho año.
Sin duda alguna, los habitantes del municipio lo recordarán con alegría y gran cariño, teniendo como recuerdo las obras realizadas como producto de su pasión artesanal.
Miguel Cerna. – Las calles de Jocotepec y demás pueblos de la ribera, no volverán a escuchar el grito “camote, calabazaaa”, de Inocencio Hernández Alonso -conocido como don Lupe “el camotero”-, debido a que el pasado 23 de septiembre, perdió la batalla contra el cáncer, a los 89 años.
Don Lupe inició su andar en el oficio en la década de los años 50, luego de aprender a preparar la calabaza y el camote enmielados en Guadalajara; a partir de ahí, caminó las calles de la cabecera municipal, San Juan Cosalá, Ajijic y San Antonio Tlayacapan hasta el 2013, cuando la pérdida de la visión lo frenó.
Un hombre activo, humilde y simpático, es como sus hijos Miguel, Martha y Ana María -tres de los ocho hijos que procreó con María Guadalupe Mendoza Saucedo-, recordaron a su padre, quien los hizo parte del oficio que le permitió sostener a su familia.
“Decía mi papá: yo no soy don Lupe, hay gente que a lo mejor piensa que me siento mal de que me digan camotero, pero a mí me encanta que me digan que soy el camotero, yo me siento contento”, recordó su hija Martha.
Por más de cinco décadas, en el patio de su casa -ubicada en la calle González Ortega sur #76-, humearon los ocho casos de camote y calabaza que preparaban todos los días; faena que les requería atizar la leña -animar el fuego- hasta la una de la madrugada, para que estuvieran listos a las cinco de la mañana y comenzar la venta: Doña María, en el mercado y don Lupe, por las calles.
En la memoria de los jocotepenses quedará la imagen de ese hombre moreno de baja estatura, que siempre bien vestido con su pantalón negro y camisa azul, generalmente, trasportaba en su cabeza una tina humeante que propagaba un dulce aroma a su apresurado paso. Su sombrero relleno de periódico para amortiguar el peso, su mandil de medio cuerpo, una cabrilla rústica de madera y su amabilidad, fueron sus herramientas de trabajo.
Don Lupe tenía una voluntad inquebrantable, pues tronara, lloviera o relampagueara, él salí a ofrecer sus productos. Lo mismo en las fiestas de enero, en donde daba hasta tres vueltas en una noche para vender los dulces que también trabajaba, como el cubierto, el jamoncillo, las cocadas de leche y el plátano.
Inocencio Hernández Alonso, recibió el nombre de Lupe en la pila bautismal, debido que nació un 28 de diciembre de 1930 -año Guadalupano-. Fue un hombre recio, alegre, generoso, bromista y bailador que, además de trabajar la mayor parte del día, disfrutaba de la lectura y la política, siendo fundador del Partido del Trabajo (PT) en Jocotepec y seguidor “de hueso colorado” de Andrés Manuel López Obrador.
“Le encantaba leer sus remedios en una enciclopedia que tenía de medicina de hierbas, diario lo veías aquí en este lugar sentado leyendo (en el patio de su casa), los ratos en los que tenía chanza eso es lo que hacía”, contó su hija Ana María.
Luego de luchar por siete meses contra el cáncer, don Lupe perdió la batalla, pero se fue feliz. Tranquilos y agradecidos con las muestras de cariño recibidas de gran parte de la población y de pueblos vecinos, es como se dijo la familia Hernández Mendoza, a quien su padre les encargó que su oficio no se terminara, por lo que será su hija Martha quien continúe con la tradición, apoyada a su vez por su nieto José Francisco Pantoja.
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