Vámonos Al Carajo, un perfil de Luis Gómez Ortega
El anuncio que da la bienvenida “Al carajo”
María del Refugio Reynozo Medina.- “Al Carajo” se llega caminando por la calle Juárez desde Zaragoza, pasando primero por el templo hasta topar con la calle Hidalgo y doblar ligeramente a la derecha, justo a una cuadra de la laguna, (así llaman los habitantes de San Cristóbal Zapotitlán a la laguna; no le dicen lago, aquí la laguna es mujer). Una puerta amplia de metal conduce a las escaleras que llevan a lo que muchos también llamaban “Las Jarras”.
“Al Carajo de San Cris”, así llamó Luis Gómez Ortega a la terraza que construyó hace poco más de veinte años en el segundo piso de su casa y que en las noches de fin de semana lucía repleta de asistentes. El lugar donde se podía tomar abundante cerveza de barril y escuchar a José José, Vicente Fernández, Camilo Sesto desde una rockola mientras las luces de los pueblos de la ribera se reflejaban en el lago convertido en espejo de agua. Recuerdo que vendían cena y en ocasiones había la presentación de algún trovador, así como las peñas de la antigua Guadalajara.
Llegar a ese lugar no sólo garantizaba una perdurable velada sino también estar en un sitio vigilado por su propietario mientras despachaba en la barra y recorría con la mirada la terraza central y ambas alas en las que cabían hasta ochenta personas.
Quiso siempre ofrecer un lugar familiar, en alguna riña que se dio una noche, recibió un mal golpe por impedir que un muchacho agrediera a otro.
Los clientes eran de los alrededores; al lugar asistía gente de Jocotepec, San Luis Soyatlán y San Pedro Tesistán, a veces también de Guadalajara. Sobre todo, los fines de semana. Iban a tomar tragos de oscura cerveza y largas conversaciones con Luis en un espacio bohemio que perduró por unos diez años.
Luis fue el sexto de diez hermanos; tenía seis años cuando emprendió su primer proyecto, la renta de revistas de corte popular como El Libro pasional, Sensacional de traileros, Sensacional de luchas y Valiente que acomodaba en un tendedero afuera de su casa. Antes, ya vendía los vegetales cultivados por las manos de su madre en un solar lejano.
Desde pequeño asumió una responsabilidad con su familia superior a su edad. Tenía unos diez años cuando iba con sus hermanos a las fiestas en Jocotepec y mientras ellos daban la vuelta, él vendía helados para darles con qué gastar en la feria.
Luis ingresó al seminario a los catorce años; se adaptó a la disciplina y cultivó grandes amistades y lazos fraternos con muchos de sus compañeros.
-Éramos como hermanos-
Dice Lupillo un entrañable amigo que fue su compañero por los ocho años en los que compartió partidos de futbol, actividades comunitarias, disciplina, rezos y viajes en las misiones por algunos estados de la República.
A sus 22 años abandonó el seminario y volvió al pueblo, inevitablemente comenzaron a llamarle “padrecito”, en un medio donde muy pocos se escapan de los apodos.
El “padrecito” emprendió entonces una jornada permanente de lucha por la vida, y aprecio por el valor del trabajo.
Llegó a ser gerente de Papelería Cornejo; y en ese tiempo abrió la papelería “El Peque” en la esquina de su casa, por la que ahora muchos llaman “La peque” a Bertha una de sus hermanas. Participó bastante en los temas colectivos de la población, en jornadas pastorales, ejercicios espirituales de la semana santa y pascuas juveniles.
En 1990 como presidente de las fiestas patrias, pensaba que las reinas no solo podían calificarse con la belleza física o con la solvencia económica de la familia, sino con sus talentos, fundó los certámenes de belleza en San Cristóbal, en los que para ganar una corona había que emitir un discurso y portar atuendos regionales, saber y sentir orgullo por las raíces y cultura mexicana. Surgió así el concepto de Señorita San Cristóbal.
Como admirador del Atlas, una de sus pasiones fue el futbol; llevó al triunfo local al equipo San Cristóbal con el que vivió muchos éxitos y campeonatos regionales.
Uno de sus trabajos en los que más perduró y que lo acompañó hasta el final, fue como taxista a bordo primero de un Tsuru y en los últimos años una miniván.
Su trabajo como taxista lo colocó en el punto ideal para hacer lo que mucho le gustaba, conversar y ayudar.
No podrían entenderse algunos mítines políticos, las urgencias al médico y los viajes al aeropuerto sin la presencia de Luis, “el padrecito”; en su miniván amarilla rotulada con una invitación, a ir “Al Carajo de San Cris”.
Como taxista le tocó lidiar con enfermos, en una ocasión realizó una reanimación pulmonar y volvió al paciente. Una vez le tocó completar para pagar alguna cuenta y hasta higienizar a una anciana que hizo sus necesidades dentro del taxi. Otro día, le tocó atender un parto mientras llegaba el auxilio.
En agosto del pasado año celebró su cumpleaños número 59 al lado de la familia antes de sentirse enfermo. Aún en la noche previa a su partida trabajó en el taxi y fue a dormir. El 8 de noviembre de 2020, murió en el sueño y el amanecer lo recibió en su lecho, con las manos sobre el pecho y una ligera sonrisa en los labios.
-Creí que nunca se iba a morir- Dijo un hombre consternado con su ausencia.
-Qué bonita muerte, hijo- Le dijo el señor Cura Rubén cuando fue a auxiliarlo espiritualmente. Meses antes, Luis le había dicho -Ya me voy a morir padre-
-Ahora si ya pagué, que se haga lo que Dios quiera- dijo también semanas antes de su muerte.
En su funeral se fue acompañado de un trofeo de los muchos campeonatos que le dieron felicidad. La procesión rumbo al panteón iba precedida por una fila amarilla de unos veinte taxis que no dejaron de tocar el claxon, en homenaje al ser humano que saludaba con un “Hola, qué tal”, como si al hola le faltara más cercanía. Esa frase está inscrita en la placa que Cata García, una amiga entrañable le mandó a hacer como recuerdo.
Hoy, a meses de su muerte vine “Al carajo”. La última vez que estuve aquí, Luis me servía un tarro con cerveza. Hablábamos de letras, de los temas campiranos y de la política. Aquí están todavía las especies animales disecadas y los objetos antiguos para labrar la tierra colgados de la pared de ladrillos, las mesas, la barra y unas tres jarras colocadas boca abajo, cubiertas de polvo y de recuerdo.
-Hola, qué tal – me estaría diciendo indudablemente si viviera.
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