Iba desde la entrada de la casa hasta el corral, con tanta adrenalina que parecía que nunca se iba a cansar. En la escuela hacía reír a todos y le decían “risitas dulces”
Una historia de Berónica Palacios Rojas
Todos los días, cuando la pequeña Clarita volvía de la escuela con su libreta llena de garabatos, platicaba muchas anécdotas que acumulaba durante el día en su cabecilla. Y siempre camino a su casa, miraba con ojos soñadores la gran ventana de sus vecinos. Cuando la niña se asomaba al ventanal, por una esquina un poco descubierta, veía una pantalla de cristal, que guardaba las mismas cosas, las mismas personas y los mismos paisajes. La chiquilla no comprendía el porqué de aquel aparato-caja, y ni siquiera en sueños podía explicárselo.
La risa fugaz de Clara arrastraba con cualquier mal humor de todos aquellos que la procuraban y siempre estaban con ella. Después de la comida se encerraba en el baño y hablaba con voz queda.
—Te tienes que aguantar la risa, ¡eh!, Clarita.
Y al verse en el espejo, su risilla parecía salpicar pequeñas burbujas de alegría.
—No. Ya, en serio, porque si te ven —Señalaba con el dedo índice su rostro pícaro en el espejo— te van a echar agua caliente, como a los perros cuando andan haciendo cosas feas.
Salía de su casa con una prisa tan grande, y su cara se llenaba de júbilo. La pequeña Clara se escapaba de puntillas y casi sin respirar. Su mamá siempre estaba profundamente dormida. Todas las tardes Clara se escondía entre las bugambilias que estaban delante de la ventana de los vecinos, parea escuchar o, en ocasiones, ver la telenovela “Mundo de juguete”. Pero, antes de terminar el programa, corría a su casa de no ser vista. Después llegaba a su casa dando pequeños brincos y cantando:
—¡Mundo de juguete, vamos a jugar!
Iba desde la entrada de la casa hasta el corral, con tanta adrenalina que parecía que nunca se iba a cansar. En la escuela hacía reír a todos y le decían “risitas dulces”. Reía en el recreo, reía en clases, reía durante las pruebas, reía antes y después de comer, en el baño y entre sueños no podía faltar esa contagiosa alegría. Todo el tiempo hablaba y reía, hablaba con la mesa, con sus muñecas, con su gato Tritón… En fin, con todos hablaba y se reía. En una ocasión, adherida al piso con palmas y rodillas, observó algo y le dijo a su mamá:
—Mira, mamá, también las cucarachas saben reír.
Y una mañana, durante el recreo, le contó a su mejor amiga Anita entre risa y risa:
—A mí me gusto mucho el encanto que me hizo una hada madrina cuando todavía estaba en la panza de mi mamá. ¡Sí! Esa hada no era muy bonita, pero usaba de muchos colores sus faldas que besaban el piso y se tapaba la cabeza con un paño. Su cuello parecía como un pedazo de arcoiris, al igual que sus manos. ¡Deveritas! Así me contó mi mamá que era. Mi mamá es buena como el pan calientito, y dura como el pan de cinco días. Nunca se ríe y por eso mi hada madrina le dijo que yo siempre iba a ser feliz.
La mamá de Clarita nunca creyó en las palabras de la gitana y aunque casi todo se había cumplido, el final de aquella profecía sólo lo sabía la mamá.
Y así, Clara vivía siempre feliz y cada tarde veía su telenovela, callada y ansiosa de reír. El viernes, cuando pasaban el final de “Mundo de juguete”, llegó más temprano que nunca. Se metió entre las bugambilias para no ser descubierta. Esperó y esperó. De pronto, vio un animal del tamaño de una cucarachilla, muy raro. Tenía sus patas más gordas que las cucarachas, y no tenía antenitas como las del Chapulín Colorado. Además, cada vez que la niña quería agarrarlo, hacía su cola como un arco sobre sí mismo, tratando de defenderse con su única arma, un aguijón que se parecía al de las abejas.
Esa noche, todos gritaron su nombre a los aires, a las casas y al cielo. Las lágrimas de la madre de Clarita caían rápidamente, los sollozos eran cada vez más fuertes y el persistente moqueo era como un agudo y triste concierto, pues recordaba las palabras que le dijera la gitana cuando estaba embarazada de Clarita y resonaban en su cabeza cuando menos lo esperaba:
“No conocerá tristeza, no conocerá tristeza…”
Al día siguiente, descubrieron a Clarita detrás de las bugambilias, quien sin aliento, mostraba su sonrisa más tierna.
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