La Pluma de la Ribera
Volví al malecón de Jocotepec después de varios meses —quizá un año— de no haberlo visitado. Regresé con algunos amigos que vinieron desde lejos a conocer el pueblo. Allí se maravillaron con el cuadro de un imponente lago cuyas aguas se agitaban a causa del viento que soplaba con fuerza esa mañana. Se relajaron con el sonido de las olas golpeando contra el muelle y admiraron a las aves que en pleno vuelo descendían lo suficiente como para tocar el agua con sus patas.
A pesar de lo admirable del entorno y lo placentero que pudiera resultar el perderse en aquello que captaban los sentidos, para mi resultó imposible. Mi vista no podía apartarse de todos los elementos que forzadamente son ahora parte del paisaje. Miré el grafiti que “decora” la madera del muelle y la basura que era arrastrada por el agua hasta el interior del lago; conté las latas de cerveza que vi a lo largo del andador, los focos ausentes en las lámparas y, al caminar, pasé junto a varias botellas de tequila que parecían exhibirse en el estacionamiento. Me sentí avergonzada.
El malecón pertenece a los espacios públicos que son característicos del pueblo, como el mercado, las plazas, el atrio de los templos, los portales y parques (“el de arriba” y “el de abajo”). La mayoría de ellos han sido renovados no hace mucho tiempo como resultado del trabajo de alguna administración, con fondos locales o estatales, pero muy pocos (y esto se reduce prácticamente a aquéllos que se ubican en el centro del pueblo) son atendidos continuamente otorgándoles el mantenimiento necesario para evitar su deterioro tanto como sea posible.
Si se pretende buscar algún culpable, estoy segura de que se señalaría, en primer lugar, el caso omiso que las autoridades correspondientes hacen al resto de estos lugares que son igualmente frecuentados por un gran número de personas. Es cierto que evaden la responsabilidad de tener que cuidarlos de manera que se mantenga su atractivo y su funcionamiento, pero aludir a estas fallas sería lo más cómodo y practico, pues últimamente es muy fácil culpar al gobierno de la mayoría de los problemas, por lo que pretendo llamar la atención de otro culpable que tiene tanta participación como las autoridades.
Los espacios públicos cumplen su función principal cuando son aprovechados libremente por toda una sociedad. El gobierno se encarga de regular el uso adecuado de estas áreas y mantener el control de horario de algunas de ellas. Sabemos que su trabajo también es el de destinar los fondos y mano de obra necesaria para su restauración y manutención, pero esa tarea se tornaría aún más sencilla si quienes los frecuentan y disponen de ellos respetaran las estructuras e infraestructura, además de que fueran capaces de mantener la limpieza y el orden del lugar.
Es parte de nuestro derecho exigir que se mantengan en buen estado todos los espacios a los que acudimos y que nos proporcionan un servicio, pero también es nuestro deber cuidar de ellos. De nada sirve tener un malecón muy bien decorado, por ejemplo, si a la semana siguiente se han robado o quebrado la mayoría de estos adornos. Saber respetar lugares que nos son comunes es parte de saber vivir en sociedad. ¿Cuánto más nos podremos enorgullecer de tener a nuestra disposición espacios bellos que atraen turismo a nuestro pueblo si no los sabemos conservar, y, al contrario, nos aprovechamos con malicia de aquello que nos proporcionan?
Se trata de un trabajo en conjunto el poder mantener el buen funcionamiento de las áreas públicas: al gobierno le corresponde proporcionar seguridad, fondo económico y mano de obra para el mantenimiento continuo, además del control para que dichos espacios sean usados según su función, y a la sociedad le resta respetar, cuidar y aprovechar los múltiples beneficios que estos nos proporcionan.
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