Crónicas de la Ribera
Francisca Lomelí Rodríguez tiene 96 años y todos sus recuerdos vivos que dibujan el San Cristóbal de su infancia. Foto: María Reynozo.
María del Refugio Reynozo Medina .- Francisca Lomelí quedó huérfana a los ocho años. La vida fue su escuela; en el San Cristóbal Zapotitlán de su infancia, las clases llegaban hasta tercero de primaria, ella asistió; recuerda el nombre de su maestra, se llamaba Trina.
La escuela era de adobe y carrizo, no estaba rodeada por un muro sino por un monte lleno de huizaches y nopales. Además de leer, las niñas aprendían a hacer costuras, bordaban servilletas y transcurrían mucho tiempo en la escuela, pues al medio día iban a comer a casa y volvían para continuar la jornada de clases. Para el fin de ciclo escolar, el presidente municipal iba a ver los trabajos finales acompañado del delegado del pueblo; sus maestras colocaban como galería una muestra de las servilletas para la exhibición.
La disciplina se aplicaba con una regla de madera, cuando no terminaban con las tareas les daban unos cuantos reglazos.
En el salón, había una pizarra negra donde la maestra daba las lecciones con la tiza y una tela como borrador. No había cuadernos, les compraban un pliego de papel estraza y lo partían en cuatro partes, cuando las páginas estaban gastadas por ambos lados, compraban otra hoja.
La plaza era solo un espacio parejo de tierra, Francisca recuerda al delegado de entonces, era el papá de Beatriz Chávez; diario traía pistola, era un hombre que se respetaba. Él mandó hacer un empedrado. Aún sin la forma que hoy tiene la plaza, en aquel entonces era el lugar para la reunión de las serenatas.
Chica, como es conocida por los vecinos del pueblo, recuerda las noches de música y las mujeres y hombres dando vueltas. Algunas mujeres llevaban un chiquihuite con flores de su jardín y las vendían a centavo. Antes era muy común que hubiera pleitos en los días de fiesta, los hombres andaban armados con pistola o con navajas. A veces resultaban hasta tres o cuatro muertos, que quedaban tirados mientras que el agresor escapaba, no había policía como ahora. A la policía, que a veces comparecía, la gente les decía los charros.
Las mujeres tenían una vigilancia muy rigurosa por parte de sus hermanos varones y padres, aunque algunas, cuando había bodas, llevaban una botella de ponche y bailaban con el arpa.
-Anduvimos valsando- decían.
Chica recuerda El vapor, que era una lancha muy grande que venía de Chapala. En la mañana, muy temprano, llegaba por los pasajeros y regresaba en la tarde. En su recorrido sobre las olas de las aguas de Chapala, El Vapor, emitía un ruido agudo que llegaba a los oídos de los lugareños. Era un ruido extraño, como la llorona, decían los pobladores.
La gente se acercaba a la orilla en la mañana para despedir a sus familiares y ver flotando en el agua la lancha, hasta que se perdía. En la tarde, también acudían a la orilla para recibir a los pasajeros que venían cargados de mandado que traían de Chapala.
El vapor era la única vía para salir, pues no había carretera aún; a las primeras calles que se formaron les decían camino. Todo estaba rodeado de monte.
En el pueblo, no había mucho donde comprar; había una tienda de un señor llamado Arnulfo y Lola Aceves, todo se podía comprar por un centavo. Un centavo de manteca, un centavo de sal, de queso.
Tacho le decían a otro señor, él vendía carne, pero no todos los días; cuando iba a matar se anunciaba parándose a media calle restregando los cuchillos, uno con otro. El sonido se escuchaba a muchas cuadras y la gente sabía que ese día habría carne fresca.
-Tacho ya está tronando los cuchillos- y preparaban sus platos para ir a comprar. En las casas se criaban puercos y gallinas. En días especiales las personas mataban a sus puercos que habían criado por mucho tiempo; Chica recuerda la blancura de la manteca y el olor a chicharrones de las casas como ya no hay otro igual. Los puercos andaban por las calles y ninguno se perdía, podían andar durante todo el día merodeando y volver caída la tarde a dormir a casa. A veces las puercas iban cargadas con sus crías en el vientre y regresaban acompañadas con los cerditos caminando. También los pollos andaban sueltos, iban y volvían a su casa.
El agua de la laguna era tan limpia que podía beberse, iban con cántaros a traerla para preparar la comida y para tomar. Recuerda que su abuelo tenía unas colmenas y sacaba mucha miel, salía por su puerta de golpe para invitar a los vecinos que trajeran una ollita para darles tacos de miel.
Había un “muchacho viejo” así le decían porque no se casó, pero era señorito. Él vendía pan.
El templo era una construcción viejita, de adobe y teja, hasta había alicantes alrededor y tecolotes merodeando.
El padre Prisciliano Michel, contribuyó a su mejora.
Recuerda Chica, cuando niña, que saliendo de misa iban a traer arena del rumbo del panteón. Todos cooperaban, chicos y grandes, con lo que podían, si se podía llevar un ladrillo, eso se aportaba. También trabajaron el soyate para hacer la trenza, el chicote, copa, ribete, falda y forro, que eran las partes para armar sombreros.
Los pobladores contribuyeron para la construcción del templo. Había mucho fervor religioso, durante la Semana Santa, recuerda que las mujeres solo torteaban hasta el miércoles porque el jueves, viernes y sábado eran días de guardar luto y se ayunaba. Las imágenes que colgaban de las paredes se cubrían con alguna tela morada en señal de duelo. No se escuchaba música, y muchos acudían al templo avanzando de rodillas por la calle. Tampoco se montaba a caballo, si se encontraba uno con una cruz, se persignaba con reverencia y los hombres se sacaban el sombrero.
En el pueblo no había Centro de Salud; Daniel Cervantes era el médico de todos, ponía inyecciones, era muy bueno para curar. Luego ya empezó a venir un doctor Ureña, y el doctor Cuervo le decían a otro.
Desde su cama; Francisca, sigue conversando de sus días de infancia y juventud.
Cuando le pregunto de su esposo, dice:
-Fue mi primero y último novio-
José Reynoso y ella, nunca platicaron, acortaron la distancia con recaditos que se mandaban a través de amigos, o con chiflidos por parte de José desde la calle que le informaban que había estado cerca. En algunas ocasiones su amiga Margarita Solano, le avisaba.
-¡Chirin, chirin!
Exclamaba, desde la puerta y Chica salía a saludarla y levantaba la mano, mientras a espaldas de su amiga, José le regresaba el saludo a distancia.
Luego se metían corriendo para no ser descubiertas.
-Dicen que me parezco a mi abuela Heliodora- me dice Chica que no se cansa de contar.
Yo no sé cómo era Heliodora, pero lo cierto es que Chica tiene unos ojitos vivaces que me recuerdan a mi abuelo, sobre un rostro encendido labrado de arrugas que cuentan mucho.
Sus añoranzas están vivas y dibujan el pueblo que fue, aunque ya no pueda recorrer caminando los patios que de joven convirtió en veredas floridas.
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