La Chifera, un fulano conocido por los niños como borracho y por los grandes como mujeriego, pero eso sí, nunca trabajaba
Plaza de Santa Cruz de la Soledad, diciembre 2015.
Una historia de Daniel Arturo Ortega Cárdenas
Jalisco fue tierra de Cristeros. Muchos pueblecitos vieron cuando llegaron y al grito de -¡Viva Cristo Rey!- se metían a las casas y se llevaban todo lo que podían.
-No dejaban ni una tortilla, pa´ tragar- decían los viejos.
En la laguna de Chapala, un asentamiento cristero se ubicó en el Comal, cerro de la comunidad de Mezcala, en el que se ocultaban varios cristeros de la cacería de los federales.
Era sabido que los cristeros bajaban del cerro por las noches, cuando todos dormían, para atracar los pueblitos cercanos como pasaba de vez en cuando en Tlachichilco y San Nicolás de Ibarra, donde no tenían ni un fusil para defenderse.
Santa Cruz, en cambio, representaba un baluarte en el que el Generalísimo Eduardo Rivera había escogido a 12 voluntarios del pueblo y hasta les había dado una carabina 30-30 a cada uno para defenderse de la cristiada.
Cuando mi abuelo era niño, una noche, un tipo todo cansado y apresurado llegó a pedir ayuda a Santa Cruz.
Era la Chifera, un fulano conocido por los niños como borracho y por los grandes como mujeriego, pero eso sí, nunca trabajaba.
-¡Ayuda, auxilio! ¡Los cristeros andan saqueando en San Nicolás!
Julio Enciso, quien era jefe de la cordada por orden del Generalísimo Rivera, dio la orden para que salieran de inmediato a todo galope para San Nicolás, acompañado de Simón, abuelo de mi abuelo y su hermano, el Tío Barba, además de Don Eulogio, Tiburcio Ramírez y otros que se alistaron enseguida.
A galope veloz, y a luz de luna llegaron por la brecha hasta San Nicolás, pero los cristeros ya no estaban.
Entonces los siguieron hasta una sierrita de pinos, por el camino miraron botellas de aguardiente vacías aun lado del camino.
-Ya van pedos- dijo la Chífera.
Ahí encontraron al vigía amarrado de un mezquite alto, pero se dieron cuenta de que estaba dormido y borracho por el olor a aguardiente.
Fue cuando los de la cordada emitieron el primer disparo, que dio de lleno al vigía que estaba dormido.
Luego, luego iniciaron los balazos, cuando le estalló una bala en el pecho del caballo que cayó sobre Julio Enciso, quien en el suelo y sin poder zafarse del caballo estaba a punto de ser muerto por un cristero que le apuntaba en la cabeza, pero el abuelo Simón y la ráfaga de su carabina fueron más rápidos y alcanzaron al cristero.
-Tiéndete Barbarito- le gritaba el abuelo Simón, ante los zumbidos de las balas.
Barbarito quien estaba en un charco de mierda no tuvo más remedio que poner pecho tierra mientras se descargaban las armas de los cristeros.
La Chífera ni se veía, se escondía entre los muertos para esculcarles y quitarles lo que traían mientras los balazos aún se oían.
-¡No seas cabrón! ¡Dispara, dispara!- Se escuchaban los gritos.
Los que pudieron corrieron, los cristeros se dispersaron entre los matorrales, se los tragaba la obscuridad de la noche para salvarse la vida.
Don Eulogio, quien ya no tenía balas para ese momento, no le quedaba otra más de rematar a los cristeros caídos, cerciorándose de que quedaran bien muertos, hundiendo el filo de su cuchillo en el gaznate o el corazón del enemigo.
En eso, Simón vió que la Chífera, aprovechándose de los muertos, les quitaba el aguardiente y lo que traían.
A uno de los que estaban tendidos, aún medio muerto, la Chífera le quitó una víbora, que se escuchaba repleta de centavos. Seguro era uno de los cabecillas de los Cristeros.
No dio tiempo ni de preguntar nada, cuando la Chifera agarró aquel fajo repleto de centavos y corrió por el cerro, como alma que lleva el diablo, igual que los cristeros.
La cordada regresó a Santa Cruz con un caballo menos, pero nadie resultó herido.
De la Chífera ya ni se supo nada. Ya no lo vieron emborrachándose en la pila seca, ni detrás de las muchachas.
En San Nicolás ya nadie supo nada de la Chífera después de aquella noche.
Foto: cortesía de la red.
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