Una historia de Berónica Palacios Rojas
Para Guadalupe Palacios Rojas
Hace tantos años, que ya ni me acuerdo cómo son las serenatas. Me animo a salir del jacal para oír la música en el kiosco. Como es la fiesta de la patroncita del pueblo, la gente anda retecontenta. Ni siquiera se han fijado en mi vestido de manta ni en el rebozo blanco que tanto me gusta. La mera verdad, siento que me quité un peso de encima, porque desde que se difuntió la tía Chole, tuve que andar con mis enaguas negras y la sevillana en la cabeza, así, para que la gente no hablara. Ya me parecía con las mismas garras, sería por eso que los escuincles malvados siempre me gritaban “¡Zopilote! ¡Zopilote!”, y echaban carrera. Al principio, se me retorcían las tripas, ya después me hice el ánimo.
Hoy la plaza está llena de colores rebonitos, y mientras la banda toca la serenata, busco una banca cerca del kiosco. De aquí, veo muy bien a las muchachas que traen sus enaguas rechulas y sus trenzas con listones de colores, además, traen “su peor es nada” a un ladito, y para que no haga mosca, y el chaperón detrás de ellos comiéndose una nieve. Los muchachos caminan alrededor de la plaza, dando vueltas, pero siempre al contrario de las muchachas, aventándoles confeti o quebrándoles cascarones rellenos de colorido. Los chiquillos juegan y corren alrededor del cuadro con sus risitas alegres.
De repente, la banda toca una pieza que hace que los recuerdos pasen por mi cabeza como el aire fresco.
¡Ay! ¡Qué tarde aquélla! Los cerros empezaban a comerse el sol. Acababa de lavar, y con la tina llena de garras en la cabeza, me jui por un atajo. Cuando iba a mitá del camino, oí cantar a un hombre. Con mucho cuidado dejé la tina en el suelo y seguí la voz. No podía creer lo que mis ojos veían: ¡Sí, era el mismito Juan! Escondida entre las yerbas, vide cómo se quitaba la camisa, los huaraches, el pantalón. Y por último, ¡Ave María Purísima! ¡Pude verlo en puros cueros! El corazón parecía que se me iba a salir, igualito que los ojos. Me mordía el rebozo para no hacer ruido y empecé a sudar remucho entre las piernas, así, igualito que las noches cuando lo sueño.
Tenía sus ojotes rechulos y una sonrisa que dejaba ver sus dientes, tan blancos como su piel, y no como la mía: toda prieta y quemada. Además, sus brazos se veían tan fuertes… Nadie taba ahí, ganas no me faltaron para meterme al agua y quitarme esa maldita calor. Sí, yo quería tocarlo, estar juntito a él. Pero no me animé, pos me entró remucho miedo. En cuanto acabó de bañarse, esperé un ratito para irme yo también. Agarré la tina y me fui a toda prisa reasustada. Llegué a la casa y la tía me preguntó:
—¿Pos qué traes, muchacha? Parece que viste al demonio.
—Nada, tía. Es que me asustó un chucho —le contesté.
Callada, fui a tender la ropa en le cerco. Me puse ropa seca y le di de cenar a la tía. Después recé tres rosarios para que Diosito me perdonara lo que había hecho; porque nomás él va saber lo que vide, ni al señor cura le contaré nada, capaz que me jala las greñas.
Después que se durmió la tía, saqué la libretita que tenía dentro del canasto y me puse a escribir. Y aunque arranqué remuchas hojas, pude escribir poquito.
Al otro día en la tardecita, fui a escondidas de la tía a casa de la Lupe, quera tan buena gente conmigo. La Lupe fue la que me enseñó a leer y escribir. Como doña Chole es reterca, nunca me mandó a la escuela; decía que pa’qué estudiaba si al rato m’iba a casar. Y me quedé como el perro de las dos gordas.
La Lupe leyó quedito la carta que le hice con muchos trabajos al muchacho que todavía quiero. “Juan, quisiera ir dentro del río, juntito a ti, ancina, pa ver de cerquita tus ojotes, tocarte la cara, tu espalda y esos brazotes tan juertes que tienes. Morderte la voca como si juera una mansana, también quisiera meterme entre tu sombra, pa seguirte día y noche; meterme en tu corason, aunque ai esté apretada. Y si no quieres nada de lo que te doi, déjame ser aunque sea tu sudor, pa estar contigo un ratito».
La Lupe, se asustó de mi carta y me preguntó:
—¿A poco tú la hiciste? ¿A poco es del mismo Juan del que me hablas siempre y que te gusta tanto?
Yo le dije, como miedosa:
—Sí…
—Pero, ¿es que lo vites en el río? —volvió a preguntarme.
—¡Cómo crees! —le contesté, persignándome—. Ni Dios lo quera.
Como que se enojó y me preguntó:
—¿No me digas que se la vas a dar?
—¡N’hombres! ¿Cómo crees?
Entonces, la cara de mi mejor amiga y a la que quería como mi hermana mayor volvió a ser la misma, alegre y buena que antes.
Nos agarramos plática y plática que no nos habíamos dado cuenta de la hora que’ra. Ya estaba pardeando cuando agarré mi libretita y me fui corriendo. En cuanto llegué, la tía me puso una regañadota y me dijo:
—Tu castigo va ser no salir para nada.
Enojada, me salí para fuerita del jacal a ver la luna que estaba rechula. Apenas tenía un rato, cuando el tejón ladró refeo, como si oliera la muerte. Me metí pa’ dentro y me encerré.
Al poco rato, calientita en el petate, caí como piedra. No mi acuerdo a qué hora empecé a flotar entre nubes. Después sentí un vientecito frío que levantaba las cobijas, luego mis enaguas… Quise despertar, gritar, pero no pude… Sentí unos dedos fuertes, que me estrujaban con mucho cariño. Las pestañas pesaban remucho y mi cuerpo tendido en el piso no tenía voluntad… De pronto, sentí como un cuchillo que apuntaba hacia la parte de mi cuerpo que nadie vía tocado antes. Entró… como el pico del pajarillo a robar la miel de las flores.
Siento de pronto dos gruesas gotas por mis cachetes. En eso oigo un golpe hueco. Me seco los ojos para ver al niño que está tirado a la orilla del kiosco. Ya casi no había gente. Me acerco y cargo al chiquillo preguntándole:
—¿On tán tus apás?
Al voltear, veo a alguien conocido. Quedo como piedra al mirar al apá del escuincle: ¡Es el Juan que viene con su mujer! Ella me arrebata al chiquillo y se va a toda carrera. El hombre me dice:
—Gracias, señora, por traerlo.
Mis pasos se alejan lentos y cansados, mientras mis ojos parecen ríos de sal. Porque aunque Lupe no me dio las gracias. Para mí, seguirá siendo, mi hermana mayor.
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