CIRCULA POR DONDE TE AGRADE
Foto: Cortesía.
Dinorah M. Palmeros.- En nuestro país, la democracia instaurada como su forma de gobierno propicia una libertad abundante, completa y total en comparación con naciones en las que su gobierno restringe a sus habitantes de poder opinar, actuar, exigir e incluso las mantiene dentro de su límite territorial haciendo casi imposible el poder salir.
La libertad que se nos ha otorgado -y a la que tenemos derecho como individuos dentro de una sociedad democrática- únicamente se limita al cumplimiento de una serie de reglas, mismas que mantienen en cordialidad la convivencia entre seres humanos y son de producto de las costumbres que las sociedades imponen a sus integrantes para vivir en paz.
En los últimos años, hemos llegado al punto crítico en el que esta libertad social parece ser demasiada y sin ningún tipo de obstáculo que la frene. Un claro ejemplo es el descontrol vehicular al que debemos enfrentarnos todos los días -a cualquier hora- y que ha aumentado en la última década.
En teoría, todas las calles del pueblo están marcadas con una flecha cuya función es indicar la dirección en la que debe dirigirse cualquier vehículo, con el fin de agilizar el tránsito. El gobierno al mando realiza el acomodo de la vialidad y este debe ser respetado y cumplido por los habitantes -quienes, en caso de estar en desacuerdo, tienen el derecho de proponer un cambio-; además de otorgar a un grupo de personas, con el título de “Policía vial”, el poder de reprender a quienes no cumplan con el reglamento. Sin embargo, los últimos años me he cuestionado la existencia de esta autoridad encargada de la buena circulación pues cada vez es menos frecuente encontrarla llevando a cabo su función y en las pocas ocasiones en que se permite trabajarla, su visión periférica se reduce y se limita a la corrección de unos pocos malos conductores, aplicando la filosofía de “Yo solo cuido hasta aquí, allá ya no”.
Como consecuencia de esta irregularidad, hacemos uso sin medida de nuestra libertad, de manera que elegimos cumplir o ignorar las leyes. Nos encargamos de asumir el puesto, las funciones y beneficios de dicha autoridad por lo que nos otorgamos el permiso de quebrantar las normas o nos conferimos el poder de reprender a quienes lo hacen.
Es sencillo suponer que nada pasa mientras nadie nos ve convertir una calle de sentido único en una de doble -especialmente si la prisa o la desvergüenza son las que conducen y llevan el control del vehículo-, lo importante es llegar a nuestro destino y lo que poco o nada importa es encontrarnos con otro conductor al que le podríamos bloquear el paso, especialmente cuando se trata de una calle angosta que conduce directamente a la plaza o al mercado.
Somos perfectamente capaces de exigir nuestros derechos y el cumplimiento de las leyes en tanto estas nos beneficien, pero olvidamos nuestros deberes como parte de la sociedad, dejamos a un lado nuestra participación responsable, especialmente si demanda algún tipo de esfuerzo.
Es decepcionante saber que este es el entorno en el que un pueblo que gozaba de cierta tranquilidad y se desenvuelve ahora en el caos vehicular de forma cotidiana, mientras pierde cada vez más su percepción del orden.
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