DOÑA MARY, SUS INDELEBLES PASOS EN EL BARRIO DE SAN SEBASTIÁN
Doña Mary.
María del Refugio Reynozo Medina.– ¡Abuelita! Le gritan los muchachos que van montados en el camión que recolecta la basura y agitan las manos en señal de saludo.
Doña Mary, barre todos los días su calle y no solo su calle, también la de los vecinos y toda la cuadra, o hasta donde sus fuerzas le alcancen. Es la calle Javier Mina en el barrio de San Sebastián de Ajijic. Llegó aquí con su esposo que laboraba en la obra hace muchos años, luego de haber trabajado cuidando una finca con aguas termales, al filo de la carretera en Zapotitán de Hidalgo. No se acuerda cuándo; tampoco la fecha en que murió su marido. Muchas cosas no recuerda, sólo el frío que se colaba por las ventanas de la espaciosa bodega en donde vivieron al principio.
Ahora vive en una casa con un angosto pasillo y unos escalones desperdigados que transita sin dificultad todos los días. Vive con su hija de 64 años que está postrada en cama con complicaciones “del azúcar”. A sus 94 años Margarita Montes Moya, ayuda a su hija, la cuida y aunque una nieta está pendiente de ellas, la responsabilidad la lleva consigo. Incluso en las noches, a veces despierta para atenderla.
Esta mañana, en compañía de Antonio López Vega, converso con Mary, ella siempre está mirando hacia arriba, su cuerpo es pequeñito, bajita y fina, con delgadas piernas y fuertes, marcadas por las varices. Sus manos delgadas están cubiertas por las manchas de la edad y un conjunto de líneas de venas recorre sus brazos. Su rostro está surcado de líneas del tiempo. No usa bastón, no usa lentes, sus ojos miran muy bien. Puede comer todo sin alguna restricción, aunque ella prefiere comer frijoles cocidos mejor que cualquier otra cosa. Lleva puesto un mandil salpicado de flores, un suéter de manga corta y unos tenis de tela.
-Vamos a tomar un café.
Le decimos.
Accede y caminamos por la calle. La que barre todos los días muy cerca de La Cochera Cultural.
-Cuando barro me gano mis centavitos.
Dice mientras sonríe.
-Yo fui a la escuela- dice -pero no aprendí-.
A ella le gusta trabajar, dejar limpia la calle, limpiar su cocina, despertar temprano porque la cama le cansa, tampoco le gusta estar sentada. Fue la última de diez hermanos y su mamá, dice, le enseñó a lavar y a bordar.
Antes le gustaba ir a misa y a la plaza para sentarse a mirar el día. Hace mucho que no lo hace.
Antonio López Vega está trabajando en la pintura de un retrato de doña Mary.
-¿Sabe quién es?
Le decimos, mientras le mostramos el cuadro. Lo mira largamente y sonríe.
-Es usted-.
¿Quién es? Le volvemos a preguntar.
-María-
Dice y se sonroja.
Toma su café en pequeños sorbos y come tres galletas del plato.
Serena, observa a los niños que hacen trazos con la pintura en el taller de La Cochera, mira el cielo y escudriña sus más hondos recuerdos para seguir conversando. A veces dice lo mismo, pero sigue platicando.
-Bendito sea Dios-.
Dice.
Esta mujer no conoce el cansancio.
-¿No te cansas?-
Le dicen. Y ella se cansa de estar sentada, se cansa de la cama, y cuando no hace nada.
Doña Mary no recuerda muchas cosas y otras no las ha olvidado, como no ha olvidado sonreír y caminar en medio de la calle que es suya, porque siempre la ha barrido y porque la ha recorrido con sus indelebles pasos tantas veces, que no se pueden contar.
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