Manuel González: el niño que llegó a ser Primer Sargento de la mano de su madre
Manuel González con el uniforme militar de uso diario (Army). Foto: Zaira Ramírez
Por: Maria del Refugio Reynozo Medina.
Cuando Manuel González llegó a San Cristóbal Zapotitlán, en el Municipio de Jocotepec, Jalisco, lo hizo de la mano de su mamá María Elena Ruvalcaba, cuando tenía un año de edad. Él no lo recuerda, lo sabe ahora por las memorias de su madre, quien lo llevó a la casa de sus abuelos paternos. María Elena había llegado con la idea de que podría vivir ahí resguardada mientras el padre de Manuel trabajaba en los Estados Unidos.
El destino estaba preparado distinto y luego de una estancia breve de poco menos de dos años, María Elena abandonó ese lugar. Con una mano tomó a su pequeño y con la otra la maleta, para avanzar por el camino empedrado que lleva hacia la carretera.
Así, sin dinero y con la ausencia de un padre, cuya existencia se esfumó en el olvido, fueron a refugiarse a casa de los abuelos maternos en Nayarit.
En aquel Estado, la estancia también fue breve. Manuel tenía unos cuatro años cuando emprendió otra vez un nuevo camino, ahora hacia el país que lo vio nacer: Estados Unidos, al que llegó como siempre, de la mano de su madre. Allá en el extranjero, nació su hermana; ahora ya tenía una compañera de juegos.
Entre los vagos recuerdos de esa infancia a sus seis años, Manuel recuerda episodios desoladores, perseguido por la violencia de un padrastro y olvidado por su padre; recuerda a su madre enfrentando y protegiendo a sus hijos, hasta que de alguna manera lograron llegar a un refugio. Era un espacio modesto, pero ofrecía la posibilidad de ser felices y sentirse seguros. Celebraron sus navidades con un arbolito de treinta centímetros, pero con la seguridad de mantenerse lejos de aquel hombre.
Una noche mientras dormían, cuando pensaban que estaban a salvo de la violencia, Manuel fue despertado bruscamente por el estallido del cristal de la ventana. Los vidrios se deslizaban por su cuerpo y en el instante se levantó y jaló a su hermana que dormía a un lado. Era su padrastro, que había logrado localizarlos. Corrieron y encontraron ayuda de los vecinos que luego los pusieron a salvo.
Finalmente pudieron mudarse de ahí y dejar atrás los amargos episodios. Manuel continuó su escuela y ya en la prepa, conoció un programa de labor comunitaria de la Fuerza Militar, ahí fue que tomó la decisión de ser un soldado. Siempre sintió atracción por conocer los países del mundo, pero en ese momento, no sospechó que la misión que estaba eligiendo, lo llevaría a recorrer el planeta.
Recuerda que su primer entrenamiento básico fue en avión, en camino hacia el estado de Kentucky. No sabía ni cómo abrocharse el cinturón, ese era su primer vuelo a los 17 años. Esa ocasión, llegaron de noche a la base; en el entrenamiento, las órdenes venían de unos seis soldados que castigaban con lagartijas los errores y realizaban instrucciones contradictorias que generaban confusión en los aprendices. A Manuel le sudaban las manos y resbalaba. Un compañero de unos 28 años lloró amargamente. Fueron nueve semanas intensas de disciplina que lo fortalecieron, para poder llegar a ser inicialmente, mecánico de autos de la Army.
Su primera base fue en Tennessee; Luisiana fue otra base. En su formación conoció el uso de las armas tipos de rifles. Las tareas eran distintas, buscar pistas, encontrar personas con alto grado de peligrosidad, asegurar vías carreteras y reparar los vehículos utilizados en las misiones.
Manuel estuvo en la guerra de Afganistán en 2002, 2010 y 2011. En una ocasión cuando estaban en medio de las montañas, llegó un hombre con un niño en los brazos. –Me entrego, soy terrorista- les imploró. Sus enemigos habían matado a su mujer y desesperado buscaba poner a salvo al pequeño. Manuel y sus compañeros lo llevaron a un refugio.
Las escenas más dramáticas en las memorias de este joven soldado son de edificios incendiados, gente muerta, cuerpos de niños y adultos calcinados, detrás de un silencio total que aturdía. A veces no sentía nada de tanto sentir; muchas otras, no había tiempo para llorar.
En Tal Afar, Irak, perdió a un amigo y compañero; su esposa estaba embarazada de gemelos; un misil pegó a un helicóptero y derribó además al que iba cerca. De 30 tripulantes quedó un sobreviviente. “Aún recuerdo el sonido de los helicópteros, muy cerca de mí y cómo se iba apagando mientras se alejaban en medio de la noche”.
Aquel helicóptero no llegó a su destino y su compañero John Sullivan pereció ahí, en medio del estallido de su nave. Luego que mencionaron el nombre de su amigo, Manuel no pudo escuchar más. Le vinieron para sus adentros, muchas preguntas sobre su compañero: ¿tendría miedo?, ¿gritaría? ¿Sintió dolor, o acaso lo sorprendió la muerte antes de sentirlo? Cuando conoció a los hijos huérfanos de su camarada Sullivan, no fue capaz de abrazarlos, pensaba que si su padre no había podido sentirlos en un abrazo, él no tenía derecho de hacerlo.
Manuel también sufrió un accidente: durante una estancia en Irak, se volcó el vehículo donde iba, estaba lloviendo y el conductor perdió el control. Sólo recuerda que por la ventana vio venir el piso hacia su rostro y cerró los ojos. Mientras, seguía escuchando el sonido que producían las volteretas hasta que el vehículo se estrelló contra la montaña. Solo sintió un ligero calor en la cara, era sangre.
A sus 39 años, Manuel ha estado en más de 50 países y ha visitado todos los continentes del mundo. Una de las cosas que ha aprendido es que, a pesar de la diversidad de culturas y lenguas, a los seres humanos los hermana el lenguaje universal de la sonrisa. Y no solo la sonrisa, el acto de compartir el pan con el recién llegado.
Con la nostalgia de la misión cumplida y todas sus memorias, este soldado se retira para reunirse con su familia, como recompensa por haber servido a la soberanía de su nación, y con el amor de su madre de quien dice, aprendió todo. “La gran lección de mi madre es no rendirse”.
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