Por: Berónica Palacios Rojas
Cuando cursábamos el segundo semestre de preparatoria, llegó una chica de cambio desde Guadalajara que venía de la escuela Vocacional. Particularmente, portaba otra mentalidad y traía más competencias para la vida que las que había en nuestro pequeño grupo del 1ro “C”. Sin embargo, gracias a ese tipo de mentalidad, empezamos a ser amigas. En esa época conviví con pocas personas, ya que en los breves recesos me la pasaba ayudándole a doña Cata, que generosamente me regalaba un lonche para mi desayuno. Recuerdo a mis amigas: Clara, la inolvidable Sherry y casi al término de la prepa reconocí a mi pariente-amiga Yesenia Enciso. Únicamente tres, ya que después de vagar por algunos años, descubrí el valioso corazón de mi amigo Juan Manuel Rivera. Ellos, mis cuatro amigos, me ayudaron a seguir y validar mi sueño.
Sin embargo, la señora de manos amorosas, doña Adela Díaz, fue parte importante para que siguiera mi descabellado sueño: Tener una carrera y cuidar a mis dos hijos a la par. A ella le debo la tranquilidad económica y espiritual en mi segundo embarazo. Esa señora de generoso corazón y sabios consejos, alientó mi deseo de concluir mi metas. ¡Sí, doña Adela Díaz!, mamá de mi amiga Clara.
Los amigos siempre se enconan en la memoria, en los recuerdos y se reconocen a través de los años. A cada uno de ellos se les aloja en el corazón y se convierten en familia, se les recuerda de manera agradable y siempre se tiene algo nuevo para reír o llorar por Facebook.
A doña Adela, de figura bajita y de voz gentil, la conocí cuando Clara me invitó a desayunar a su casa, que estaba a espaldas de las ruinas de la Estación, hoy Centro Cultural, un día de 1994.
Las visitas se hicieron frecuentes. Mi hijo jugaba con sus hermanos y sobrinos, y nosotras nos desbordábamos platicando, escribiendo y pintando. La señora Adela estuvo fortaleciendo nuestras metas con varios consejos que cargamos en nuestras conciencias. Cuando nos desvelábamos para hacer alguna tarea, doña Adela nos llevaba una taza de café o avena, algún taquito para aguantar la desvelada o nos acompañaba con sus palabras diciendo que “todo el sacrificio tendría su recompensa”. Fueron muchas lunas que pasamos estudiando, pintando, escribiendo y en dilema filosófico hablábamos del futuro incierto que nos depararía la vida.
Por medio de Clara conocí a su mamá, a quien considero amiga, mujer sabia y chamana. Gracias a la causalidad de la vida pude conocer la bondad de su hogar y de sus habitantes. Todas la vacaciones llegábamos puntuales mis hijos y yo a la puerta de la Calle de Mezcala. Con esa gran familia convivíamos, viajábamos juntos, compartíamos el pan y las fiestas infantiles con mucha alegría.
Recuerdo que cada mañana, puntuales, desayunábamos en un pequeña mesa que estaba en la cocina. Eso nos hermanaba más. Las conversaciones salpicaban la comida con muchas ocurrencias y anécdotas. Todos teníamos oportunidad de conversar sobre cualquier tema, a fin de cuentas, reíamos como niños.
En cada navidad, doña Adela les obsequiaba a mis hijos un regalo, y como arte de magia aparecían en su árbol. Su ingenio y creatividad eran inolvidables. Ella misma confeccionaba muñecos de trapo para cada uno de sus nietos, a cada visitante o cliente de su bazar los atendía con esmero y fraternidad.
Cada día, las anécdotas nuevas eran el menú principal de su mesa. Recuerdo el día en que llegué de visita y ella estaba enferma, porque se le apareció un fantasma y la asustó. El fantasma traía un sombrero de charro y los genitales en la mano, además cuando le habló le dijo que se llamaba Leonildes. Con el paso del tiempo hice un cuento con esos elementos. Otra anécdota que tengo muy presente y siempre la repito, es cuando vio salir de la laguna un ovni y me dijo:
—Bero, no lo vistes.
—No doña, me hubiera hablado.
Ella describió el brillo metálico del interior del objeto volador. También, recuerda cuando matábamos patos y gallinas para el caldo y cuando nos divertíamos como niños ante la guerra de guayabas.
Hace unos días regresé a esa casa que acogió los juegos y llantos de mis niños. Recuerdo cuando fuimos a la Isla del Pato en busca de tumbas de tiro. Todos los recuerdos están enconados en mi historia de vida, perviven en mis cuentos y trasmiten la sinfonía de los desvelados.
Los recuerdos reverdecen cada vez que llego ante esa imponente puerta de madera, y al entrar al vestíbulo, en cascada cae sobre mí la nostalgia para aspirar buenos recuerdos. Aún están presentes las voces de los que se adelantaron, los fervorosos recibimientos, los gritos y pleitos de niños, la gratitud que tapiza cada uno de los recovecos de esa casa de Mezcala #20. Su voz sabia y paciente, rezábamos cada tarde el rosario, juntas íbamos a misa, al mercado, adonde nos invitaran puntales asistíamos. Nosotros, mis hijos y yo, éramos como una extensión de su familia. Cuando llegaba a su casa ayudaba en lo que podía.
Con mano generosa, doña Adela, me ayudó cuando estudié en la Universidad con dos hijos. Ella me proveía de algo de ropa, dinero y más que nada de su sabia palabra, para no dejar que mi sueño se fuera al vacío. Por eso, ante el trabajo difícil de varios años, fue una bendición conocer la generosidad del corazón de doña Adela Díaz.
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