Sobre Luis González de Alba
El pasado sábado 22 de octubre apareció publicado en el suplemento Proceso Jalisco un artículo firmado por Juan José Doñán, escritor ribereño de nacimiento pero tapatío por adopción, en el cual hace una descripción, muy a su estilo, sobre la vida y obra del intelectual mexicano fallecido recientemente en Guadalajara Luis González de Alba. Ese polémico escrito provocó la reacción de otro intelectual, el editor y periodista Rogelio Villarreal, quien tras un intenso debate con Doñán a través de correo electrónico, tomó la decisión de escribir dos días después una dura réplica al primer artículo, la cual apareció publicada en el portal de la revista Etcétera.
El asunto llamó mi atención debido a dos razones: La primera es que la opinión de Juan José Doñán no concuerda con el recuerdo y la imagen que guardo de Luis González de Alba; la segunda es porque en ese mismo artículo y sin mencionarme directamente por mi nombre, salgo aludido. Son estos motivos los que me llevan a dedicar al tema mi columna, aunque reconozco el riesgo que corro de quedar en un fuego cruzado entre dos grandes plumas.
A todos ellos los conocí en mi faceta de burócrata municipal, pues fungía en ese entonces como director de Cultura de Guadalajara. Con todos ellos he trabado amistad, he sido invitado a reuniones sociales en sus casas y, sobre todo, hemos compartido círculos sociales desde entonces en recurrentes comilonas, generalmente en restaurantes tapatíos. Particularmente con Doñán y Villarreal, comparto además el privilegio de la cátedra en la carrera de Gestión Cultural del ITESO.
A González de Alba lo conocí primero por sus columnas periodísticas. Sus agudas opiniones políticas y su gusto por difundir sus propios conocimientos científicos, casi siempre sustentados en los últimos descubrimientos publicados en revistas como Science y Nature, le otorgaron mis asiduas lecturas. Pero sin duda fue su libro “Las mentiras de mis maestros” (Cal y arena, 2002) el que más me marcó, por la forma tan valiente y certera en que desmitificó varios aspectos de nuestra supuesta (o impuesta) identidad pseudonacionalista.
En persona Luis y yo nos conocimos durante mi último año al frente de Cultura Guadalajara. Por medio de un amigo en común, lo cité en un restaurante para informarle que teníamos la intención de dedicarle su nombre y trayectoria a la edición de la Feria Municipal del Libro y La Cultura de ese año, oferta que aceptó de inmediato. A partir de entonces comenzamos a reunirnos de forma esporádica pero más o menos frecuente con un compacto e intenso grupo de amigos.
Si leer a González de Alba es un placer, escuchar sus pláticas fue un privilegio. Su inteligencia, su sentido crítico, su humor corrosivo, pero sobre todo sus perfectos modales, así como su apertura a escuchar y en ocasiones aceptar y reconocer opiniones distintas siempre lo caracterizaron. Invariablemente escuchaba y nunca interrumpía al interlocutor, por más candente que estuviera la discusión.
Jamás escatimó en detalles al compartirnos sus experiencias de vida, ya fuera durante los agitados meses que duró el movimiento estudiantil de 1968, del cual él era líder; de los años que pasó en cautiverio en la prisión de Lecumberri; de su paso por la militancia política en la izquierda; de su litigio con Elena Poniatowska y la posterior vendetta del diario La Jornada; o de sus múltiples aventuras amorosas. Particularmente de su participación en el movimiento estudiantil que terminó abruptamente en la criminal matanza de Tlatelolco, experiencia de la que ya denotaba cierto hastío, sólo aceptaba a comentar “después de dos tequilas”.
Sus opiniones políticas siempre se mantuvieron en una posición ideológica de izquierda, contrario a lo que Doñán especula en su opinión. Más bien Luis se sentía muy decepcionado del rumbo que ha tomado ese espectro político en México, particularmente tras el encumbramiento de Andrés Manuel López Obrador como líder, pues efectivamente, le veía como una reedición del echeverrismo setentero priista. En eso todos los de la mesa coincidíamos.
En sus últimos años y cada que su estado de salud se lo permitía, González de Alba aprovechaba para acudir, casi siempre en soledad, a escuchar a la orquesta filarmónica o al coro del estado en sus temporadas del teatro Degollado, pues era un enamorado y consumidor constante del bel canto y la música clásica. En no pocas ocasiones ahí lo saludé. Pero en general llevaba una comprensible vida “provinciana” y reservada, pues a su edad y debido a sus constantes ataques de vértigo ya no le resultaba tan sencillo sostener el ritmo activo que en otros años llevó en la Ciudad de México.
Entiendo que Luis González de Alba es y será sujeto de crítica y juicios (incluso de muchos prejuicios) sobre lo que hizo a lo largo de su vida. Pero me parece injusto que haya quien se tome el tiempo de criticarle lo que no hizo en su última etapa de vida. Si no mantuvo su militancia política al final fue porque tenía buenos argumentos para no hacerlo. Si no se afilió a algún movimiento de reivindicación de la diversidad sexual tras su regreso a Guadalajara, pues no quiso y punto. Al fin de cuentas él fue uno de los más intensos defensores de la libertad sexual en México en una época en la que se necesitaba ser muy valiente para salir del clóset.
En su último párrafo, Doñán critica a Luis por haber entablado amistad con algunos jóvenes exfuncionarios panistas, quienes “se encargaron de organizarle al menos un homenaje”, o sea yo. Según su punto de vista, el que yo y algunos otros “jóvenes funcionarios panistas” como Frank Lozano y Eugenio Arriaga hubiéramos entablado amistad con González de Alba es debido a un “giro en su espectro político”. Nada más falso, pues de igual forma y al mismo tiempo entablé amistad con Juan José Doñán y esto no implica que él haya girado en su propio espectro político. Pero de eso hablaré con él personalmente la próxima ocasión que nos juntemos a comer, un tequila mediante.
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