Entre el fervor y el jolgorio, la fiesta de San Sebastián
Doña Irene preparó semanas antes los cascarones con confeti.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
Tiene líneas del tiempo en su rostro; las más, como indicios de la sonrisa, porque doña Irene sonríe mucho. Su charla es una melodía que contagia; recibe al visitante como si lo hubiera visto ayer y como si ya lo conociera.
-Vamos tomándonos un refresquito- dice. Y su conversación invita a quedarse a contemplar la tarde al lado de la calle empedrada.
Irene Martínez Cervantes vive en el barrio de San Sebastián en Ajijic. Desde que era niña recuerda la veneración de sus padres por el patrono San Sebastián, a quien celebran cada año el día 20 de enero. Ellos organizaban esa fiesta y esta mujer decidió continuarla, aunque en este año con restricciones debido a la pandemia por Covid-19.
Don Antonio Arceo también es de los organizadores; sus antepasados lo eran. Tiene 75 años, recuerda que antiguamente, el cargo de la fiesta se tomaba por invitación.
Desde dos o tres meses antes, quienes habían sido encargados el año anterior, pensaban en otra persona que pudiera continuar y la visitaban, llevando de obsequio una garrafa con ponche de tamarindo o de granada.
En aquel tiempo, sepultaban el ponche hasta dos meses debajo de la tierra bien cerrado. Luego lo sacaban y le agregaban trocitos de membrillo.
Ya entrados con el trago, los invitados aceptaban asumir el cargo que implicaba los gastos de la bebida, la comida, la música y el pan tachihual embetunado.
La persona debía buscar a diez o doce más para que le ayudaran. Y al año siguiente hacía la misma invitación a otro conocido.
Bastaba un apretón de manos, un trago de ponche compartido y la palabra como garantía para cerrar el compromiso. Así dice el canto que está grabado en la memoria de los fieles, a fuerza de repetirlo cada año en medio de la música y los confetis.
Este cargo se los entrego
a los que vayan quedando.
Para que nunca lo olviden
y que lo vayan pagando.
El día más esperado para los devotos de San Sebastián
Semanas antes del 20 de enero doña Irene se puso a pintar cascarones de huevo y a rellenarlos con confeti, para el papaqui (El lanzamiento de cascarones y confeti al ritmo del canto de San Sebastián y demasiadas carcajadas). Por eso una de las estrofas matizada de picardía dice:
Pobre de San Sebastián
que no conoció calzones.
Los primeros que compró
los cambió por cascarones.
Aunque ahora no es como otros años, espera con alegría la fiesta de San Sebastián, también la espera con casi 30 pollos para el mole.
A mi llegada, encuentro mujeres y niños llevando para sus casas torres de platos con mole, frijoles y arroz. Algunos hombres toman sus raciones y paquetes de tortillas para comer sentados en las aceras.
En la esquina donde convergen las calles de Emiliano Zapata y Marcos Castellanos, está instalado el altar a San Sebastián; hay dos figuras, la más pequeña que mide aproximadamente un metro y que trajeron desde el día anterior de la parroquia; y una más como de metro y medio que doña Irene mandó esculpir. Están en medio de un nutrido arco de claveles rojos y crisantemos, sobre una mesa forrada con manteles blancos.
-Ahora es poca gente- dice uno de los asistentes. En otros tiempos sin pandemia, la comida se servía en mesas instaladas a lo largo de la calle, y las cazuelas con arroz y mole acompañaban a la procesión.
Doña Irene está sentada al interior del patio con algunos de sus colaboradores y amigos cercanos; observa complacida el desfile de hombres, mujeres y niños que acuden por los platos con comida.
Están aquí algunos instrumentos de los que tocaron desde anoche a San Sebastián.
No es una sola banda, “es un rejunte”, me dice un muchacho. Miembros de distintas bandas que tuvieron voluntad de venir a tocarle al patrono. Una mujer y siete varones componen el elenco para amenizar la procesión.
Pasadas las tres de la tarde, comienzan a preparar la pequeña plataforma de madera donde va San Sebastián, la escultura más pequeña que les prestan en la parroquia y que ha protagonizado la fiesta desde que tienen memoria.
San Sebastián aparece con un brazo hacia atrás atado a un poste y el otro flexionado hacia el firmamento; le falta el dedo índice derecho que estaría apuntando al cielo. Tiene una mirada taciturna, pelo rizado al hombro, bigote, finas cejas delineadas y el pecho y brazo resquebrajado. Lleva cinco flechas incrustadas en el cuerpo, que recuerdan según la historia del santoral la lluvia de saetas que recibió en su martirio.
Doña Irene, se acerca con sus acompañantes a despedirlo, lo rodean y le platican al oído, porque las volverá a visitar sólo hasta la vuelta de año.
Poco a poco comienza a llegar la gente, son poco más de 50 los que componen la caravana. La banda comienza a tocar.
Aparece de pronto el primer sayaco con una camisa de caporal y un saco color caqui; botas, sombrero y un morral terciado. Lleva una máscara larga de madera color crudo; de sus mejillas emerge una larga barba, lleva pobladas cejas y bigote color paja.
Llegan seis más, caracterizados de exóticas mujeres; una de ellas auxiliada por un par de globos, presume unos abultados senos debajo de una blusa de flores. Otra lleva una blusa de hilos dorados y negros con una tiara de lentejuelas.
El sayaco más joven, parece un adolescente; caracterizado de muchacha, lleva una pañoleta sobre su máscara acartonada con chapitas carmesí y un vestido negro bordeado de un encaje azul. Zapatea fuerte con los botines sobre las calles desiguales.
Los sayacos encabezan la procesión bailando y ondeando las faldas circulares sin parar, seguidos por la banda. Y al final va la escultura de San Sebastián cargada por cuatro hombres. A su paso por la escuela primaria, los alumnos salen a observar a través del cancel de ingreso, los sayacos les salen al paso y acercan sus máscaras mientras los pequeños ríen a carcajadas.
San Sebastián es devuelto a la parroquia en medio de vivas y aplausos de unos diez peregrinos. Los sayacos no ingresan al templo, esperan afuera para regresar igual en procesión con la música de la banda.
Ahora los sayacos son los dueños absolutos del desfile, sacan de los morrales puños de confeti para lanzar a las mujeres. Arriba en un balcón una niña se esconde por entre las piernas de su madre y el sayaco salta para asustarla, la pequeña llora y la mujer ríe y la abraza. Un grupo de unos 30 niños burlan a los sayacos, corren y los instan a que los persigan.
A su llegada en el corazón del barrio afuera de la casa de doña Irene, la música sigue tocando y los sayacos bailan un poco, los asistentes que no llegan a 30, comienzan a romperse cascarones con confeti en la cabeza mientras la música toca. Ahí Bertha Barón entona con dos acompañantes el tradicional canto a San Sebastián.
Despídanse de la carne
y también de la longaniza.
Porque ya se está llegando
el Miércoles de Ceniza.
Y así termina esta celebración en la que colaboran muchos y en donde los adultos juegan como niños en una lluvia de confeti, con un canto entre fervoroso y pagano porque esta fiesta es así.
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