El neopresbítero Rubén Beltrán Santana hace su entrada para la celebración de su cantamisa.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
San Cristóbal Zapotitlán en el municipio de Jocotepec, fue el lugar asignado para que Rubén Beltrán Santana, originario de Santa Rosa de Lima, en Guerrero, ofreciera su servicio diaconal como parte de su formación para el sacerdocio.
Fue el 2 de septiembre de 2021 cuando el diácono Rubén llegó a la comunidad.
“Lo primero que experimenté cuando entré en el atrio fue una gran paz y alegría y dije: este es un buen lugar para ser feliz y servir en nombre de Cristo a la comunidad”.
Cuando Rubén escuchó su asignación, buscó inmediatamente el poblado, una de sus preocupaciones era lo distante o inaccesible que pudiera estar, la cercanía con la Ribera de Chapala auguraba buenas experiencias, pero el contacto y convivencia con la comunidad superaron las expectativas.
Las primeras personas que recibieron al diácono Rubén, bajo el liderazgo del señor Cura Carlos Enrique Medina, convirtieron su experiencia en un encuentro cálido.
Una de las cosas que aprendió al lado del presbítero Carlos fue su entrega al servicio de la comunidad, su incansable labor para llegar a todos lados y llevar los servicios sacerdotales a todos los rincones.
Luego de nueve meses de diaconado, llegó el gran día de la ordenación sacerdotal. El padre Rubén recibió el orden sacerdotal el 4 de junio de 2022 en el Santuario de los Mártires Mexicanos de Cristo Rey en Guadalajara.
El Padre Rubén eligió la parroquia de San Cristóbal para presidir su primera misa o cantamisa.
“El sacerdocio no es algo que me pertenece, es don de Dios para la Iglesia”, por eso, el que haya realizado mi primera misa en la comunidad donde serví como diácono, es una señal de aquello que Dios me pide en el ministerio en adelante”.
Para el padre Rubén, la ordenación presbiteral significa no sólo la celebración de la primera misa, sino el inicio de una vida consagrada al servicio del Reino de Dios.
El domingo 19 de junio, las comunidades de El Sauz, San Pedro Tesistán y San Cristóbal Zapotitlán, se unieron en celebración para recibir al nuevo sacerdote.
En una ceremonia llena de júbilo, más de dos centenares de fieles se dieron cita para escuchar la misa del ahora padre Rubén. La soprano Liliana de Robles y su ensamble armonizaron la celebración que duró poco más de una hora.
La imagen de San Cristóbal y de la Virgen María estuvieron presentes, bajo un toldo blanco, lucieron con enormes ramilletes de flores blancas.
Luego de la celebración, los feligreses se unieron para compartir el pan en una comida comunitaria organizada por las comunidades pastorales y los fieles de las parroquias; manos de hombres y mujeres trabajaron para preparar los alimentos que se compartieron en el atrio del templo bajo los toldos y la sombra de los árboles.
El padre Rubén se lleva en el corazón a las personas del pueblo:
“San Cristóbal ha sido un lugar especial para mí, porque con ellos he aprendido cómo ser un sacerdote entregado, y dispuesto a trabajar por el Reino de los Cielos, su amor a las Sagradas Escrituras, su devoción a la Santísima Virgen María y sin duda alguna, sus muchas fiestas como dicen ellos: Somos muy fiesteros. Celebrar mi primera misa con ellos sin duda alguna nos motiva a crecer en nuestra fe y en comunión de nuestro pueblo, ya que para que esta celebración se llevará a cabo se necesitó de la ayuda y cooperación de todos. Por lo que estoy inmensamente agradecido”.
El padre Rubén, no sólo ora y piensa en las comunidades de fieles que están cerca, también piensa en aquellos que por diversas circunstancias se encuentran alejados de la iglesia:
“Quiero en mi vida ser yo el que se acerque a ellos y, a través de la configuración con Cristo que exige y acompaña la gracia en el sacerdocio, quiero tener los sentimientos de Cristo para que aquellos alejados sientan la presencia de Dios en sus vidas y se acerquen a la comunidad eclesial, Cuerpo Místico de Cristo”.
Para Juan de Dios Martínez Vargas, fundador de la danza “Quetzalli del Señor de la Salud”, la presencia envuelta en trajes majestuosos era muy importante. Foto: María del Refugio Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
El día que murió Juan de Dios, había dejado listo el penacho de colores que utilizaría para danzarle a la Virgen de los Remedios. Ese mismo día por la noche se había comprometido a bailar.
-Acuérdate que hoy vamos a danzar- le había dicho a su mujer cuando salió de mañana a trabajar en su labor de albañilería, misma que combinaba con la pasión por la danza.
Juan de Dios Martínez Vargas tenía 40 años cuando, el primero de septiembre de 2021 una descarga eléctrica ocasionada en su trabajo le arrancó la vida. Desde 2010 había iniciado su camino como danzante; primero participando en una danza que había en su pueblo, San Luis Soyatlán.
Luego se desprendió de esa agrupación para formar su propia danza con integrantes de la familia.
Buscó contactos para perfeccionarse, trajo un maestro de Guadalajara a San Luis que les enseñó técnicas de la danza azteca y asesoría con los vestuarios.
La primera vez que hicieron su presentación como danza oficial Quetzalli del Señor de la Salud, fue en San Luis Soyatlán el 5 de enero de 2013, durante una visita de la imagen de la Virgen de Zapopan. Al inicio sus trajes eran muy sencillos; su hermana Laura Martínez Vargas recuerda que le daba pena presentarse así cuando miraba otras danzas con sus trajes majestuosos.
“El traje no hace al danzante”, les decía el maestro. Juan de Dios sabía que lo principal era danzar con el alma; y con el tiempo, además de hacerlo con alma y corazón, incorporó los coloridos trajes que conseguía y compraba con sus propios recursos para todo el grupo, porque a él le gustaba lucir bien. Entre sus objetos valiosos que dejó, se encuentran al menos diez trajes y penachos que engalanaron su presencia en los escenarios que bailó.
Con el tiempo, la danza fue ocupando el principal lugar en la vida de Juan de Dios; la expresión dancística no solo le llenó de satisfacción el alma, sino que le abrió muchas puertas con la gente, hizo muchos amigos.
“A veces, faltaba más de una hora para el evento y él ya estaba sentado esperándonos con su traje bien puesto”. Su esposa Antonia Zúñiga Covarrubias, platica cómo fueron los años juntos y cómo, ahora aun con su partida, cada día lo piensa, le habla, le platica en el pensamiento. –Dicen que lo bueno no dura mucho- me dice.
En una ocasión lo soñó. – llévame una rosa amarilla- le pedía.
Luego su hija Viviana Jaqueline le sembró un jardín de rosas multicolores en su tumba que con el tiempo se secaron y sólo permanecieron las amarillas.
Juan de Dios dejó cuatro hijos que siguen con el amor por la danza, José Carlos que es tamborero y por ende “el corazón de la danza”, dice su madre; Viviana, Ashley y Snaider, Juan de Dios el más pequeño que tiene once años y además de ser un buen jugador de fútbol, aprendió los movimientos de la danza “nada más, mirando a los pies”. –Diario pienso en él – dice.
Su padre les enseñó que la danza no es un trabajo, sino una pasión y que aunque el traje no hace al danzante; se ha de luchar por perfeccionar la presencia y aparecer en el escenario con los trajes más esplendorosos, a no escatimar en el valor de la presencia.
Aprendieron a conocer también el valor de los plumajes que se llevan encima. “Un solo penacho puede valer hasta cien mil pesos”.
Las plumas para armar los atuendos tienen distinto valor, dependiendo si son de guacamaya, pato, o animales exóticos. La más barata es la de gallo que cuesta diez pesos, las de faisán cuestan cuarenta pesos cada una dependiendo la medida de largo. La última vez que compraron plumas para un penacho, en solo diez piezas fueron diez mil 900 pesos. No solamente las plumas forman parte de lo necesario para danzar, dependiendo de la danza que sea (azteca, huarachones, tlahualiles).
Este danzante que se fue hace poco menos de un año logró perpetuar su nombre, la danza que fundó es mejor conocida como La danza de Juan de Dios.
El día de su funeral vinieron al pueblo danzas de muchas partes, de San Juan Cosalá, Jocotepec, Tamazula, parecía una procesión. La misma noche que estaba tendido, sus hijos, su esposa y hermanos danzaban con más fuerza que nunca. Porque eso les enseñó él; la alta responsabilidad de cumplir con los compromisos.
Detrás de los coloridos trajes y encendidos plumajes, estaba la incredulidad y los sollozos ahogados. “No sé cómo le hicimos, nuestros cuerpos si estaban aquí y danzaban, pero nuestros corazones estaban en otra parte”.
Benita Lomelí Hernández platica cómo llegó la imagen de San Antonio de Padua, venerada ahora por toda su familia. Foto: María del Refugio Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Dicen que San Antonio de Padua te ayuda a encontrar lo perdido y recordar lo olvidado. Benita Lomelí Hernández creció envuelta en el fervor hacia la figura de rostro afilado de 15 centímetros de altura, que ha pertenecido a su familia desde antes que ella viniera al mundo.
El origen de esa pequeña escultura se remonta a más de cien años. Fue en la localidad de El Sauz, municipio de Jocotepec. Doña Feliciana Carrillo, abuela de Benita, estaba en el patio tomando el último sol de la tarde, desde donde veía el camino que atravesaba el pueblo. A lo lejos pudo ver la silueta de una mujer que se aproximaba.
Cuando la tuvo cerca, la mujer luego de pronunciar el saludo; sin más, le pidió si le guardaba un paquete que llevaba. Le dijo que se dirigía a San Luis Soyatlán, pero que pronto volvería por el encargo. Doña Feliciana, no pudo ver con claridad el rostro de la mujer, llevaba un rebozo cubriéndose la cabeza y caminaba lento. Cuando salió su hija, le contó sobre lo sucedido. Aunque ya nadie logró ver a la misteriosa señora, ni los hombres que caminaban por la vereda, ni quienes se acercaron a ver el horizonte.
El paquete era pequeño, le cabía en las dos manos y estaba envuelto en gastados retazos de tela manchados por el tiempo.
-Súbelo al tapanco – le pidió a su hija, con el tono de respeto por las cosas ajenas.
Pasaron unos meses y todos se olvidaron del envoltorio, por el que la mujer no regresó.
La vivienda de doña Feliciana era el punto de encuentro para las visitas de personalidades que esporádicamente pasaban por el poblado. Era una casa muy notable porque ya no era de piso de tierra por dentro, tenía empedrado, tejas y un fogón. En una ocasión que llegó un sacerdote en busca de hacer labores de evangelización, doña Feliciana recordó el paquete que aquella mujer le dio a guardar y que nunca se había atrevido a abrir. Con el sacerdote de testigo bajaron el envoltorio.
El párroco iba retirando una a una las capas de tela maltratada hasta descubrir una fina figura.
-Es San Antonio de Padua – les dijo azorado.
-Lo perdido y olvidado volverá cuando se lo imploren-.
Doña Feliciana estaba impresionada, para ella la imagen era ajena.
-Cuídenla, es de ustedes- les pidió el padre. También les pidió celebrarlo cada 13 de junio.
-Esa mujer no volverá- les dijo con seguridad.
Algunos decían que ese personaje que entregó en las manos de Feliciana la ya preciada imagen no era de este mundo.
Nunca apareció, nunca nadie más; además de Feliciana la pudo ver. Su presencia fue un espejismo, pero la fina figura de San Antonio de Padua es real; desde el instante que lo descubrieron entre las piltrafas de tela, la abuela de Benita encargó la imagen a su hijo menor que entonces tenía tres años.
Cuando ese niño de tres años fue mayor de edad y se casó, luego de los tres días de boda, acudieron sus hermanos a hacerle entrega de las yuntas de bueyes, chivas y anegas de maíz.
-Tú sabrás si cuidas tu capital –
Junto con ello entregaron también al padre de Benita la escultura de San Antonio como fue la voluntad de su madre. Así creció Benita, con la veneración al santo profesada por sus padres que custodiaron la imagen llegada de quién sabe dónde.
Esa fe se extendió hacia los vecinos que comenzaron a visitar la casa de Benita para rogar por sus causas pérdidas y luego para llevar veladoras en gratitud por todo lo encontrado.
Benita recuerda una oración pronunciada por su madre:
Antonio, Antonio, en Padua naciste, en Padua te criaste,
a la escuela entraste, tu breviario se te tiró, tú padre se lo encontró.
Antonio, Antonio, lo perdido hallado y lo lejos recordado.
Antonio, Antonio por siempre. AMÉN.
La imagen de San Antonio que ahora custodia Benita está hecha de madera, no se sabe qué manos lo labraron, es de una sola pieza, los rasgos del rostro son finos, en la cintura sobre su hábito franciscano, lleva un cordón ceñido y en los brazos carga un niño de apenas cuatro centímetros de longitud. Ese pequeño niño lo compró su madre quien perdió la cuenta de los niños adquiridos porque el original alguien se lo llevó.
-Otra vez me robaron a mi niño- les decía a las dependientas de la casa de artículos religiosos cuando iba a comprarlo.
-Piensan que les traerá un novio, pero San Antonio no regala novios – decía.
-Los buenos esposos pídanselos al Señor San José-
Cada 13 de junio, en la casa de Benita se encienden las velas y se colocan frescas flores en honor de la pequeña imagen llena de historia que hace llegar lo perdido y recordar lo olvidado. Y los labios de Benita con los de los fieles vecinos invocan al Santo de Padua:
Antonio, Antonio, Antonio…
Adolfo Díaz Rodríguez, aprendió desde niño a conocer el comportamiento de la naturaleza en su trabajo como labrador del campo. Foto: María del Refugio Reynozo Medina.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Adolfo Díaz Rodríguez, es uno de los guardianes de la tierra que aprendió de sus antecesores las bases de la agricultura; en los tiempos donde no existían abonos ni pesticidas. Originario de San Cristóbal Zapotitlán, tiene 75 años y desde los 13, participaba con su padre en las actividades de siembra y cosecha de cada temporal.
Desde pequeño aprendió de su padre el ciclo de las plantas. Recuerda que desde la tercera semana de mayo iniciaban los preparativos para la siembra. Hacían el desmonte, limpiaban el terreno de la maleza; luego seguía la tarea de ahoyar. Con una coa removía la tierra. También participaba en el barbecho, a veces con arado jalado por una yunta de bueyes. Una vez sembrado conocía los cuidados de la planta, la escarda era la principal tarea para proteger al cultivo de la maleza que junto con ella pretendía crecer. Para combatir las plagas como la gallina ciega usaban simplemente cal.
Era durante los meses de diciembre y enero el tiempo de la cosecha. Maíz, sorgo, calabazas y frijol, eran los principales frutos que cada año se recolectaban. No solamente se producía para el consumo familiar; el maíz se vendía en medida, hectolitro, almud, nega, cuartillos. Los recipientes para las medidas consistían en cajas de madera remachada en las uniones con cintas de metal y clavos.
El proceso de la siembra era una actividad en ciclo que daba la vuelta al año, en el que Adolfo aprendió a conocer perfectamente el comportamiento de la naturaleza.
-Ahora ya no se sabe- dice, cuando piensa en lo cambiante del tiempo.
Recuerda que los antiguos leían mucho el calendario Rodríguez de la casa Azpeitia y el Calendario Galván para buscar datos como la entrada del temporal de lluvias, aunque había fechas en las que decían llovía de seguro, como el 13 de junio día de san Antonio y el 24 de junio día de San Juan.
Los hombres y mujeres de antes eran observadores, contemplaban mucho el cielo y cuando era luna nueva decían que iba a llover:
-La luna trae mucha agua porque viene ladeada-
La aparición de los lagartos rayados también anunciaba la lluvia, así como el canto de las cigarras.
El día de Corpus Christi (La fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo) siempre llovía. Adolfo se ríe al recordar una escena cuando era niño. En la plaza se celebraba la procesión del Corpus Christi y se instalan altares alrededor en los que los fieles iban rezando. No recuerda cómo ni porqué, pero en un año, durante esa celebración, llevaban al padre Pedro cargando entre muchos como santo en procesión. La gente cantaba y de pronto el cielo se tornó negro, comenzó el ventarrón y se soltó una lluvia que empañó toda la escena, sólo recuerda la gente corriendo y del padre quién sabe.
En los temporales de lluvia llegaban a suceder estruendosos ventarrones “Es culebra” decían los mayores y llegaba una enorme carga de agua que formaba un torbellino que muchas ocasiones se impactaba en medio de las aguas del lago y a veces con los cerros dejando sus marcas rayadas.
Los hombres antiguos decían que el mes de enero encerraba el destino de todo el año. En el primer día del año estaba encerrado el comportamiento de la naturaleza de todo enero, el día 2 de enero indicaba cómo iba a ser el mes de febrero, el 3 de enero era marzo y así recíprocamente.
-“Se concentraba uno mucho en el tiempo y la naturaleza obedecía”- dice.
La naturaleza también traía con ella oportunidades para el ocio, recuerda el trabuco.
Era un juego principalmente de niños, los muchachos cortaban ramas de tasiste gruesas y luego con un instrumento como clavo o alambre le retiraban el centro para dejar una oquedad. Ahí le metían un par de bolitas de copal (el fruto del copal), con una rama de frutilla o de otra especie silvestre; empujaban las bolitas con fuerza para conseguir el estallido más estruendoso.
También con las hojas de vástago se hacía el papayul que estaba formado por capas de hojas amarradas que formaban como un tamal con un solo extremo amarrado y decorado con plumas de gallina. Se lanzaba al aire por el gusto de verlo descender en movimientos circulares.
Las distintas temporadas del año traían también los frutos silvestres como guamuchiles, mezquites, guásimas, zapotes, aguilotes, verdolagas y los hongos del cazahuate, que les decían orejas.
La naturaleza estaba fielmente programada, los ciclos de la siembra y de la tierra estaban aliados al quehacer de los hombres que resguardaban el campo; y Adolfo es uno de esos hombres.
A sus 89 años, Dominga Larios, la operadora de la primera línea de teléfono de San Cristóbal Zapotitlán, mantiene vivos los recuerdos de su gran desafío.
Por María del Refugio Reynozo Medina.
Las mujeres de sus tiempos se dedicaban a lavar y planchar la ropa de los hombres de la casa; también a cocinar. “A veces me acababa una carga de leña en una planchada de mi papá y de mis hermanos”. En aquel tiempo de ausencia de energía eléctrica en San Cristóbal Zapotitlán, las planchas eran de hierro y se calentaban al fuego.
Dominga Larios Díaz no solamente se enfrentó a las cargas de ropa que lavar y que planchar; sino que además desafió sus miedos y se convirtió en la primera mujer que operó la también primera línea telefónica en el pueblo, para establecer una comunicación con el mundo exterior.
Fue el sacerdote Pedro Rivera Chávez quien le encargó esa responsabilidad y le dijo:
-Ya hablé con las personas de México y sí nos van a traer el teléfono –
Dominga sintió miedo; pero sabía que había que atender la voluntad del padre.
-Tu no vas a tener oídos- sentenció el párroco. Refiriéndose a la necesaria discreción, al tener acceso a las conversaciones ajenas.
“Las cartas vienen cerradas, los telegramas también, pero el teléfono es algo vivo, mucho cuidado con la boca”.
El padre Pedro le contó que le habían ofrecido colocarlo en la tienda de Carmen Mosqueda, pero no quiso porque a la tienda iban y venían muchas personas, que difícilmente, permitirían mantener la comunicación en el resguardo de la privacidad necesaria.
Minga como cariñosamente la llamaban, fue la elegida para resguardar la cabina que comunicaría a San Cristóbal con el mundo. La llegada de esa red de comunicación colocaba al pueblo en el escenario junto con muchas localidades de Jalisco.
Su responsabilidad, además de enviar y recibir los mensajes, consistía en acudir a los domicilios a avisarles que tenían llamada y viajar cada mes a Tizapán para entregar en una oficina los reportes y el dinero de las operaciones realizadas.
-Yo nunca había salido, me iba caminando al crucero para esperar el camión que me llevaba a Tizapán-
Todo era nuevo para ella; la operación de la red, la redacción de los reportes y los necesarios viajes fuera de la comunidad en la que siempre había permanecido. En la oficina se encontraba con los operarios de otras cabinas de comunicación, eran sólo hombres.
Recuerda que hubo una inauguración; ese día, vinieron a San Cristóbal muchas personas importantes de Guadalajara y de la Ciudad de México, había mucho júbilo en el pueblo.
Aunque Dominga no tenía un sueldo fijo, sino solo lo que se le podía dar mensualmente, siempre tuvo presente la encomienda del padre Rivera, boca cerrada y oídos ausentes. Incluso, cuando en una ocasión un novio desde Estados Unidos se comunicó con la novia de San Cristóbal y en pleno momento de enlace apareció el otro novio de San Cristóbal en escena. Minga tuvo que resguardar a la novia en la cabina.
En lo profundo de sus memorias, Dominga recuerda la caseta, era una estructura de madera en donde cabía una persona, dentro estaba el aparato con teclas y una manivela para realizar las marcaciones.
Algunas personas recuerdan que le daba como cuerda, mientras decía -bueno, bueno-. Llamaba como a una central para que de ahí la comunicaran al número que solicitaba. El teléfono era de metal, grande y pesado. El ring ring del aparato era tan fuerte que se escuchaba hasta la escuela que estaba a casi una cuadra de su casa.
La habitación donde estaba la cabina estaba siempre limpia, había una banca de madera grande y alrededor macetas de hojas verdes.
-Jocotepec-
Pronunciaba reiteradamente, para llamar a los destinatarios.
-San Miguel Cuyutlán-
-Guadalajara-
La casa de Dominga no sólo albergó el primer sistema de comunicación; también fue cuna de músicos. Su padre Justino Larios, músico del pueblo que aprendió a tocar más de tres instrumentos, gracias a un sacerdote de San Juan Cosalá; fundó una banda de más de veinte integrantes. Los alumnos eran muy jóvenes, algunos niños y adolescentes, llegaron incluso a dormirse casi al finalizar la clase, de noche y así dormidos, Justino los llevaba a entregar a su domicilio. La habitación más grande de la casa de los Larios se convertía cada noche de ensayo en una fiesta, donde el escenario era musicalizado por valses y pasodobles. Los músicos Silviano Reynoso y Martín Reynoso fueron sus discípulos.
Justino también fue el maestro de sus hijos Fermín y Heriberto Larios. Heriberto, era casi un niño cuando a Justino le solicitaron un trombonero, a la edad de unos once años, Heriberto ya tocaba el trombón y el clarinete. Su padre lo mandó con los músicos para el novenario de Tala, Jalisco.
-Se llevan a mi niño- exclamaría su madre preparando sus ropas para la estancia; y con el paso de los días, se preguntaba, -¿cómo andará mi niño?
A su retorno, recuerda Dominga que Heriberto llegó trayéndole a su madre un birote de la central.
-¡Qué mi hijo tan bonito!- dijo Petra con emoción. Con el recuerdo de aquella escena Minga derrama una lágrima.
En medio de un mar de emociones Dominga sigue contando su historia.
-¿Me invita a sentarme a su lado?,- le digo para despedirnos.
¿Me invitas una copa o te invito?- me dice sonriendo antes de sentarme a su lado al filo de la cama.
A sus 89 años, Minga vive de sus recuerdos en su pulcro dormitorio acompañada de libros de oraciones; la discreta operadora que aprendió a olvidar nombres, pero a recordar las historias que tejieron sus tiempos de juventud.
El Cristo sepultado entre el polvo de los años llevaba en el cendal con un papel en el que estaba inscrito “El Señor de la Esperanza”.
Texto y fotos: María Reynozo Medina.
El brazo ensangrentado y la mitad del rostro era lo único que se apreciaba de la figura inerte del crucificado. Estaba sepultado en medio de la vieja bodega de suelo sin piso del templo de San Cristóbal Zapotitlán. Una montaña de tierra de hormiga y polvo acumulado de los años cubría la figura.
“Señor de la Esperanza” decía un trozo de papel amarillento que cayó cuando le removieron el cendal. También el cendal estaba manchado y al tocarlo se rompió en pedazos. La cruz desvencijada era de un color verde pálido; el Cristo estaba completo.
Fue Rubén Solano González quien soñó a ese Cristo sin conocerlo. Lo señaló a él precisamente, cuando fue al templo en busca de aquel crucificado que en sus sueños le pedía que lo sacaran de ahí. Rubén estaba enfermo, pero sus insistentes palabras decían que detrás del altar estaba aquel que le pidió salir a la luz. Había buscado a las hermanas de la casa Magdalena Sofía, le había dicho al padre; fue el sacristán Genaro Reyes Gallardo quien lo llevó ante él.
-Es él- le dijo.
Unos meses después, Rubén falleció.
-Si te quieres salir nadie me va a decir nada- le dijo Genaro al Cristo que aguardaba en aquella sábana de arcilla, mientras con la ayuda de un par de niños emprendió el rescate.
Luego lo colocó en el bautisterio; cuando las monjitas lo vieron, solo preguntaron de dónde había venido ese Cristo. También el sacerdote dio su aprobación. De aquello hace cerca de 40 años.
Genaro le tomó un gran cariño, y recibió milagros del Cristo. Aún cuando se retiró por un tiempo de su actividad en el templo, pensaba en él con fervor.
A su regreso al pueblo, Genaro se encontró con que el sacerdote en turno le había bautizado como “Dulce nombre de Jesús”. Y al hacerle un milagro, el párroco le organizó un triduo para honrarlo. Con el paso de los años, el triduo se convirtió en novenario y cada segundo domingo de mayo las campanas doblan en su honor y se celebra la misa de función.
En 2022, a casi cuatro décadas de aquel hallazgo, el Señor de la Esperanza recibe los honores y el fervor de los feligreses, aunque con otro nombre.
A las 5:00 de la mañana estalla el primer cohete en su honor y los fieles, en su mayoría mujeres, se encaminan por las calles empedradas, algunas llevando una vela. Los músicos del pueblo comienzan a llegar al punto de reunión hoy toca al oriente.
Una de las encargadas del día camina en frente de la procesión llevando un Cristo de un metro de altura. Somos apenas 25 los que caminamos hacia el templo acompañados de la música.
Al llegar nos recibe el repicar de campanas y otro montón de cohetes.
El Señor de la Esperanza está ataviado ahora por un cendal marrón que lleva el cáliz y la Sábana Santa en el centro, en medio de un azul celeste; dos días de arduo trabajo le llevó al obrajero de Jocotepec, don Pedro Mendoza Navarro, tejer cada hilo de lana para regalarle al crucificado el estreno en su día.
La voz de una mujer sobresale y otras la secundan en el cántico final, que con dificultad llega al final porque se escucha a varios toser; los últimos minutos son un concierto de toses, que son compensados por la canela caliente y las piezas de pan que ofrecen al final los encargados del día.
Para la procesión, el Señor de la Esperanza es adornado con un resplandor de rayos dorados y colocado en la plataforma de una camioneta. A su lado esta otra vez Genaro Reyes, que decora con crisantemos blancos y amarillos el altar móvil que recorre las calles principales del pueblo dejando rostros deslumbrados de fervor.
Hoy no sólo lo acompañan los fieles armados de sus sombrillas floreadas y multicolores, sino también el mariachi, la banda y las danzas que le rinden honores.
A su llegada, los ojos de los fieles están absortos en el rostro maltratado del Cristo, el semblante de una mujer que está al frente parece que se transfigura y el crucificado parece no querer entrar cuando un grupo de unos cinco hombres con dificultad ingresan al templo con él a cuestas.
-¡Viva el Dulce nombre de Jesús! Grita la voz de una mujer.
-¡Viva el Señor de la Esperanza! Grita otra.
-Yo creo que sí se quería salir, porque lo pude con la ayuda de dos niños. Y ahora no lo pueden- Dice Genaro.
Dicen que a muchos sacerdotes que han visitado la parroquia les ha llamado mucho la atención ese rostro, por su realista aspecto mortuorio; por el profundo dolor que guardan sus ojos entreabiertos y el dramatismo de su cuerpo desfallecido.
Cuentan que según un restaurador que vino a verlo, la figura fue labrada a mano en madera de huaje, que su costado encarnado está recubierto por una fina pintura y los dientes que asoman por sus labios entreabiertos son de marfil.
Ahora está ante los ojos de todos aquel Cristo que aguardó por quién sabe cuántos años en el olvido, llevando su nombre ceñido al cendal, esperando tal vez las voces invocando su nombre.
¡Viva el Señor de la Esperanza!
Las mañanitas son entonadas por el mariachi en la fiesta del Señor del Huaje.
Texto y fotos: María del Refugio Reynozo Medina.
Las calles de Jocotepec aún están en penumbras; son cerca de las 5:30 de la mañana y las flores y follaje, naranja y verde de los tabachines, a la entrada del templo ahora se ven grisáceos.
Ya están congregadas cerca de un centenar de personas dentro y en las afueras del templo, bajo los frondosos árboles. Las danzas se preparan y la banda de música está tocando. Unas ollas vaporeras descansan en los cajetes. Chocolate, canela y atole de tamarindo, para los fieles que se dan cita en el templo del Señor del Huaje, por su fiesta.
…Vamos a bailar, vamos a bailar el mono de alambre, el que no lo baile, el que no lo baile, que me haga compadre….
Cantan los hombres de la banda. Las campanas tocan la segunda para la misa de seis y el padre Mario Fernando Sandoval Varela sale del templo para recibir a los cargueros.
–Qué tal la música- dice. Y El mono de alambre es interrumpido por los cánticos de una procesión.
..Que viva mi Cristo, que viva mi Rey… cantan unas mujeres y la banda se detiene.
Llega enseguida la Banda de Música de San Cristóbal y entona las mañanitas seguidas de valses y pasodobles, que se permean en la celebración eucarística.
Al final de la misa, un hombre lee los cargos varios; que son la música, el Alba, cera adornada, danzas, cena para los músicos y castillo. Nombra a las familias que asumen los gastos. Muchas del barrio de Nextipac.
A la salida de misa comienzan a repartir las bebidas y los danzantes ejecutan sus movimientos al sonido del tambor y el caracol.
El día de hoy se espera la visita del padre Eduardo García Orta que estuvo tres años en la comunidad de Jocotepec y aún conserva el cariño por estas tierras y la veneración por el Señor de Huaje.
El padre “Lalo” como la comunidad lo llama, viene en camino con un cendal muy valioso para ser estrenado por el Señor del Huaje en su fiesta. Algunos representantes de la guardia de honor están reunidos, son poco más de diez en este momento, y aguardan. Están a la expectativa: “dicen que ese cendal tiene hilos de oro”, se escucha una voz entre discreta y festiva. Hay mucha emoción por verlo y por encontrarse también con el padre.
A su llegada, el padre Lalo es recibido con muestras de cariño, se congregan en el altar y todos se acercan a ver el cendal que es de un rojo vivo con bordados dorados.
Para llevar a cabo el cambio de cendal, los varones permanecen en el recinto y las mujeres esperamos afuera.
Una mujer que me acompaña en la espera dice; son cosas de hombres, una no tiene nada que estar haciendo ahí. Refiriéndose a la ceremonia de cambio de cendal.
Carlos Mendo es el encargado principal, lleva diez años como responsable de la guardia de honor conformada por cerca de un centenar de personas en su mayoría varones y pocas femeninas recientemente integradas, aunque para Carlos fue difícil, ya que recibió cuestionamientos por parte de algunos feligreses por haber permitido el acceso a las mujeres.
-Dios no dice tú no o tú sí- dice seguro.
El señor Roberto Mendo, padre de Carlos era el encargado y dejó como herencia el cargo a su hijo.
Es una gran responsabilidad dice Carlos porque es cuidar no solamente la imagen de un cristo muy amado por todos sino de una pieza con valor artístico histórico. La última restauración costó 140 mil pesos, que fueron recaudados con donativos de la propia comunidad.
Es una responsabilidad difícil, pero también es una bendición.
“Ahora solo le pido trabajo y salud”.
Víctor, integrante de la guardia de honor cuenta un testimonio:
Su esposa estuvo enferma por un par de meses, inexplicablemente perdió la movilidad del cuerpo y permaneció en cama con mucho dolor. Acudieron con varios médicos y la salud de su mujer no mejoraba. Una mañana, ella le dijo:
-Soñé al Señor del Huaje-.
En el sueño, el Señor del Huaje le decía “toma de esa agua”, señalando un charquito que había al lado. La mujer pidió que la llevaran al templo con el crucificado.
Cuando estuvo frente al altar había un poco de agua ahí en el piso, ella acercó los labios e imploró por su salud.
Ese día salió caminando del templo, sana. A partir de entonces, ambos pidieron pertenecer a la guardia de honor para custodiar la imagen.
En el primer domingo de mayo, destinado a celebrar a este Cristo, la procesión es casi la última ceremonia del día, en la que coinciden los músicos del mariachi con sus trajes aperlados, los de la banda con sus camisas azules y al menos cinco grupos de danzantes. Abundan los plumajes coloridos al compás del tambor.
Hay filas de personas arrodilladas al encuentro del crucificado para cumplir con una manda o pedir algún favor.
El recorrido de un par de horas es un mosaico donde coinciden danzantes con plumajes y trajes multicolores, músicos con sus lustrados vestuarios y el cerco de la guardia de honor con sus camisas de rojo encendido.
El sonido de los tambores anuncia la cercanía de la procesión; a su paso, la figura del crucificado de casi tres metros de altura, arranca suspiros y lágrimas.
En un altavoz la voz de una mujer reza y canta:
…Hay unos ojos que si me miran hacen que mi alma tiemble de amor, son unos ojos tan primorosos……
El Señor del Huaje es llevado en una plataforma especial conducida por un hombre, avanza sobresaliendo entre la multitud con la mirada hacia el cielo, hacia las montañas, hacia los fieles que a veces se miran en sus ojos porque Él está vivo, dice una mujer a mi lado extasiada de fervor.
El personaje de Poncio Pilato, lo acompañan su mujer y las mujeres de su palacio.
Texto y fotos: María del Refugio Reynozo Medina
Son poco más de 50 actores en escena; entre niñas, niños y hombres y mujeres adultos. Desde febrero pasado comenzaron a preparar la representación de la Pasión de Cristo en la cabecera municipal de Jocotepec.
A pocos minutos de comenzar el Viacrucis, los participantes cuidan los últimos detalles congregados en la casa pastoral de la parroquia del Señor del Monte. Se acomodan el peinado, las túnicas y los dirigentes dan instrucciones.
Pedro Gómez Monreal es uno de los organizadores; también Benjamín Ramos Bautista. Las últimas tres semanas fueron de arduos ensayos.
Lucia Mendoza es maestra de primaria, representa a la mujer de Poncio Pilato; está ataviada con un vestido color perla de mangas satinadas y una diadema dorada. Para la maestra Luci es extraordinario poder transmitir a un Dios vivo a través de los personajes que representan ella y sus compañeros.
También está su papá, don Pedro Mendoza, el obrajero que hace sarapes de lana y que representó ayer al apóstol Pedro. Hoy aparece junto con hombres y mujeres del pueblo.
-Ayer lloré – dice afligido.
“No se siente nada bien negar a mi Dios, y menos tres veces”.
Ángel Gael Ramos también representa a un muchacho del agitado pueblo que exige la Crucifixión de Jesús. Desde muy pequeño ha acompañado a sus padres y ahora lo hace desde el personaje que se le asigna.
El Jesucristo de esta edición 2022 es representado por Cristian José López López.
Los feligreses ya están en el atrio a la espera. Los tres escenarios de las primeras estaciones del Viacrucis están listos. En el primero, aparece Poncio Pilato, interpretado por Pedro Gómez y su mujer en medio de cortinas púrpuras. En otro tablado está Herodes rodeado de su servidumbre. Jesús va de un escenario a otro entre empujones y latigazos de los soldados en medio de los gritos del pueblo.
En otro cuadro, aparece un enorme tronco al que es atado el Nazareno. Ahí recibe azotes ante la mirada de los actores que representan a la enfurecida turba y los feligreses que viven el Viacrucis.
Una niña de unos diez años vestida con una túnica café, observa con ojos angustiados; sufre la escena y pellizca ansiosa un bastón de madera que carga en las manos.
Entre risotadas de burla y empujones entregan en los hombros la enorme cruz de madera al personaje de Jesucristo. Los fieles continúan el rezo del Viacrucis por las principales calles de Jocotepec.
La noche ha caído, desde la bóveda celeste nos observa una luna redonda y brillante. Al lado de la solemnidad de los rezos, aparece una mujer con un triciclo de carga vendiendo elotes, guasanas, cacahuates y tostilocos. Acompañada de una muchacha observa el paso del Viacrucis y continúa su camino. La cenaduría está abierta, “Hoy tamales y atole”, dice un pequeño rótulo. Una mujer que cena hace una pausa al paso de la procesión. La florería también está abierta y algunas personas miran desde adentro el Viacrucis.
A la llegada al templo, están levantadas las cruces de los ladrones Dimas y Gestas y preparan la de Jesucristo. La gente se arremolina en torno a la escena final, el atrio permanece en la oscuridad; los rostros inquietantes de algunos de los asistentes se iluminan con las lámparas del exterior.
Unos soldados colocan sin sus vestiduras a Jesús sobre la cruz, sujetándolo de manos y pies para luego levantarlo en lo alto, apoyados de unas gruesas cuerdas.
En medio del ambiente fúnebre, el estruendoso reguetón proveniente de un vehículo tipo Razer que pasa por afuera del templo irrumpe la ceremonia al mismo tiempo que los asistentes la ignoran.
La escena está completa, las siluetas de las tres cruces se divisan en medio de los follajes de los árboles iluminadas por un faro de luz blanca que enfoca los rostros de los personajes.
Con el cuerpo ensangrentado, el crucificado pronuncia las últimas palabras ante la mirada angustiosa de los asistentes.
-¡Judas se ahorcó!- Grita una voz masculina.
Y la gente dirige sus miradas al escenario posterior donde la silueta de un hombre cuelga de una soga.
La agonía de Jesús vuelve a ser interrumpida por el Razer con el sonsonete que pasa por segunda vez luciendo una barra de colorida luz.
Los fieles se concentran en la figura desnuda y maltrecha del crucificado que a punto de expirar exclama:
-En tus manos encomiendo mi espíritu-
Inmediatamente, una voz inunda la escena.
-¡Está temblando!
Y todos se arrodillan.
Al pie de la cruz está el personaje de María acompañada de Juan y otra mujer.
El joven que interpreta a Juan en verdad llora amargamente. Toma del brazo a María con el rostro bañado en llanto, un rostro que realmente está viviendo el calvario y muerte del verdadero Hijo de Dios y enjuga una y otra vez sus lágrimas, porque para él sus acompañantes son en ese instante los personajes de las sagradas escrituras y el atrio de la parroquia, no es el atrio, sino el Gólgota mismo.
El señor Cura Carlos Enrique Medina Garibaldo preside la procesión del Domingo de Ramos en San Cristóbal Zapotitlán. Foto: María Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina.
Las mujeres barriendo la plaza y el atrio del templo de San Cristóbal Zapotitlán anuncian la proximidad de una celebración: la misa solemne del Domingo de Ramos.
Están colocadas en la entrada del templo una fila de troncos de palma que forman un camino para llegar hasta el recinto. En el extremo, llevan una palma encajada en el centro que se levanta hacia el cielo.
Dos mujeres barren la escena, mientras en la plaza otras más recogen la basura con los primeros rayos del sol poco después de las ocho de la mañana.
Hoy, además de la celebración del Domingo de Ramos, se lleva a cabo la revocación de mandato 2022.
Alrededor de las 11:30 de la mañana, los feligreses se congregan en la calle Zaragoza de San Cristóbal, cerca del crucero. Llevan ramos de romero y manzanilla. Algunas mujeres cargan bebés en los brazos; otras en carriolas.
Un grupo de seis personas, cuatro mujeres y dos hombres, cargan palmas trenzadas de un verde claro, y dos de ellos sostienen una biblia en las manos mientras avanzan en la procesión.
Un grupo de hombres enfundados en brillantes túnicas caracterizan a los apóstoles, mientras que un joven en el papel de Jesucristo camina vestido con una túnica blanca y un manto rojo. El señor Cura Carlos Enrique Medina Garibaldo encabeza la procesión que avanza entre cánticos y el aroma del copal.
El ambiente huele a romero, albahaca y manzanilla.
Al término de la celebración la gente se congrega en la plaza y muchos se recetan unos tacos de carnitas, tacos de bistec o una rebanada de flan.
Mientras tanto, en el local a unos metros de la escuela primaria están colocadas las urnas para llevar a cabo la consulta de revocación de mandato impulsada por el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador.
Las casillas abrieron desde las ocho y unos minutos; sin embargo, a las 8:30, aparecen solitarios una pareja de primeros votantes.
Están instaladas dos casillas; de la sección de 1668 y 1687. Cada casilla tiene un presidente, un secretario y un escrutador.
La afluencia de votantes es lenta; y de un padrón de unos tres mil votantes solo se registra la participación de 275 presentes cuya decisión mayoritaria es que el presidente en funciones permanezca.
Así transcurre el anunciado proceso de revocación; entre las campanas que llaman a misa y las urnas que llaman a votar en donde los fragantes ramos de romero superaron por decenas la participación de los ciudadanos.
Leonardo Saucedo mejor conocido como “El Chiri”, es danzante por herencia. Desde los siete años su abuelo lo encomendó al Señor del Huaje en Jocotepec a quien ofrenda sus danzas en las festividades. Foto: María Reynozo.
Por: María del Refugio Reynozo Medina
Desde pequeño, Leonardo Saucedo aprendió los coloquios de su padre Leobardo Saucedo Valentín, que era danzante y realizaba la representación de la conquista en la localidad de Nextipac, municipio de Jocotepec.
Miraba con atención los ensayos, recuerda con claridad los personajes; la Malinche, Hernán Cortés y Cuauhtémoc.
–Levántate gran monarca, que ya viene Hernán Cortés…
Comenzaba en uno de sus diálogos La marina; en el coloquio que recreaba el episodio de La Conquista; que llegaba a durar más de tres horas y en el que participaban hasta 60 actores entre danzantes y músicos con guitarra, vihuela y tambores.
A la edad de siete años Leonardo sufrió una enfermedad muy extraña; le aparecieron pequeñas heridas en gran parte de su cuerpo que supuraban. Su abuelo se lo encomendó al Señor del Huaje, el Cristo tallado sobre un enorme árbol de guaje cuyo hallazgo se realizó en las inmediaciones de San Pedro Tesistán y que se encuentra en la capilla antes llamada de la Purísima Concepción en la cabecera municipal de Jocotepec.
Le prometió que, si lo sanaba, le entregaría a su pequeño nieto para que lo alabara mediante la danza. Así emprendieron la peregrinación desde Nextipac al templo del Señor del Huaje, caminando, orando, danzando y el niño de siete años cargando además de su enfermedad, un pesado tambor de madera.
Don Leonardo “El Chiri” ahora tiene 86 años, recuerda aquel momento y se le escapan las lágrimas.
-Llegué hasta con calentura- dice.
Luego de quince días, el niño se sanó por completo.
Su papá acostumbró llevarle al Señor del Huaje, en sus festividades “el alba” (cohetes, canela, pan y repique de campanas).
Además del gusto por la danza, recuerda que cotidianamente ayudaba a su papá en las labores del campo. Mientras cosechaban los frutos o sepultaban las semillas, en medio de los surcos repasaba los diálogos. Aunque los ensayos oficiales eran por la tarde cuando ya terminaban las jornadas del campo.
Como danzante “El Chiri” anduvo por Zacoalco de Torres, San Luis Soyatlán, Tizapán el Alto, Santa Rosa y Atequiza en Ixtlahuacán de los Membrillos.
Ahora dice le da tristeza verse viejo, sin embargo, mientras exista vivirá también su fervor por el crucificado hecho de un árbol de guaje. Cada que va a Jocotepec, la primera cosa que hace es ir a visitar la imagen y llevarle una veladora. También cada año se hace presente en su fiesta.
-Aunque gateando, pero he de ir.
“El Chiri” le llaman en el pueblo porque un día en un partido de fútbol a diez minutos de terminar, anotó un gol olímpico que llevó a su equipo al triunfo.
– Fue de chiripada- le decían.
“El Chiri” aprendió muy bien su faceta de actor, no solo de danzante. Recreó personajes con distintas voces. Los indígenas hacían unas voces dice, y los conquistadores otras.
Un día que caminaban por el cerro con rumbo a Cajititlán para una presentación, la mujer que iba a representar a la Malinche se cayó justo en un arroyo. Cuando llegaron a su destino ya no tenía voz. “El Chiri” no tuvo problema para representar la voz femenina y completar el cuadro. Tenía muy buena memoria, aunque “no tuvimos escuela”, dice.
En aquellos tiempos tenían por escuela un frondoso árbol de mango, un pedazo de tabla ahumada y su profesora.
Sin embargo, llegó a aprender no sólo sus diálogos sino los de todos los demás.
Ahora son vagos los recuerdos; y entre ellos se escapan algunas incompletas estrofas de lo que fue el esplendor de los coloquios de La Conquista.
Silencio y poca morulla, si esta danza quieren ver.
Óiganme tanta mujer cuál es la más murmurona,
es trenzuda o es pelona.
Adornada con trapitos callen esos labiecitos
No turben a Juan Guarín epa maistro del violín
Tóqueme los enanitos para bailarlos aquí……
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